La familia era un dado: podía marcar uno, o seis. Nuestro cubo marcaba uno, el número menor. Y allá fuimos a parar, a la colonia Anáhuac, un laberinto popular de casas pobres y departamentos modestos. Después de la mudanza, recuerdo esas calles como un nuevo mundo. Las calles tenían nombres de lagos, pero nosotros habitábamos aún más allá de los lagos.
Aprendí a recorrer la avenida Ejército Nacional de principio a fin, una frontera que dividía una colonia de ricos y otra de pobres. Cervantes Saavedra pertenecía a la de las urgencias de dinero. Como en un acto de magia, Polanco desaparecía para convertirse en una zona de fábricas, detrás del Hospital Español, muy cerca de la vía del tren de carga que pasaba con rumbo a Cuernavaca. Nos mudamos a un departamento de dos recámaras, sala, comedor, un baño y cocina pequeña sin estufa ni refrigerador. No nos hacían falta, mi madre era una maga para conservar fresco el alimento y transformar a fuego lento. Si lo pienso, ese fue su secreto.
Mi trabajo consistía en comprar combustibles para el calentador, paquetes de aserrín con petróleo para calentar el agua, el gas no llegaba al edificio. En la cocina había una parrilla. Los compraba detrás de la vía del tren, muy cerca de un tiradero cuyas estribaciones consistían en inmundicias acumuladas en el tiempo. Recuerdo una taza del baño, un cinescopio de televisión, ruedas de bicicletas. A mí me parecía interesante sobre todo porque había una tienda de paletas heladas. Las de grosella, mis preferidas, y lo digo con seriedad: nunca me enfermé del estómago, ni una infección.
He tratado de regresar a ese tiempo, a los días en que tomaba un asiento en el camión Juárez Loreto. No sé cómo, pero conservo un boleto: 40 centavos. Dos veintes de pirámide, me refiero a las monedas del año de 1968. Si perdía una moneda estaba jodido. Nunca perdí una. El camión pasaba cada media hora y yo lo esperaba mientras veía los anuncios de las películas en el vestíbulo del cine Chapultepec.
El cine desapareció para ceder su lugar a la Torre Mayor, pero si me planto en la entrada del rascacielos recuerdo con claridad las imágenes de Crimen en el coche cama, con Jean-Louis Trintignant y Pierre Mondy.
Algunas cosas no nos abandonan nunca. A veces pienso en los combustibles. Desde luego, el sabor de la grosella me regresa a la infancia, nadie puede vivir sin el niño que fuimos dentro del alma.
Rafael Pérez Gay@RPerezGay