Las cantinas han perdido prestigio, pero conocí en ellas misterios esenciales de la vida. Voy al pasado: la cantina El Ku-kú, a mitad de los años setenta, cuando ocupaba dos pisos en la calle de Coahuila casi esquina con Insurgentes. Me uní a un grupo de amigos que realizaba extraños viajes interiores en una de las mesas de la planta baja. Inducidos por el tequila y la cerveza, mezclados con instinto homicida en submarinos, las inmersiones nos llevaron a estados alterados de los cuales apenas guardo memoria.
A esas alteraciones de la conciencia atribuyo recuerdos extraños del final del sexenio de Luis Echeverría: la paridad a veinte pesos por dólar, las constantes acusaciones de empresarios que juraban que el presidente conducía al país hacia el socialismo cuando en realidad iba al abismo financiero y a la primera crisis económica de las varias que nos arrasarían con sus tempestades de encarecimiento y bajos salarios.
No fuimos a Francia, nos quedamos en El Ku-kú. Nunca viví en París como dictaba la norma de los jóvenes aspirantes a la leyenda literaria. En consecuencia no tengo recuerdos de una chambre inmunda del Quartier Latin.
El pesado de Hemingway colaboró como nadie a la mitología de París. Según él, “quien ha tenido la suerte de vivir en ella cuando joven, luego París lo acompaña, vaya a donde vaya, el resto de su vida”. Nunca me acompañó París a ninguna parte y admiro algunos libros de Hemingway tanto como deploro al bufón en el que se convirtió desde muy joven. Miento, París sí me acompañó a alguna parte: al Ku-kú.
Hacemos muchas cosas sin saber nada. Esa nada me mantuvo años en el Instituto Francés de América Latina, Río Sena 44, donde llegué a cursar la locura del primer semestre de la Sorbonne. Más tarde hice la carrera de Letras Francesas en la UNAM, de la cual soy prófugo consistente. Luego vino la pelea a muerte con la civilization française. Nunca entendí ese pleito, a los veintitantos todas las riñas son inexplicables.
No me pregunten por qué, pero mientras escribo estas líneas me he acordado no de los nombres de los escritores franceses a los que me aficioné en esos años sino, cosa rara, de éstos: Eugenio Méndez Docurro, Alfredo Ríos Camarena, Fausto Cantú Peña. Los tres ladrones fueron acusados de fraude a la nación. La memoria es un capricho, las cantinas también.
Rafael Pérez Gay@RPerezGay