Lo leí en MILENIO hace algunos días: el Cutzamala, uno de los principales surtidores de agua de la Ciudad y el Estado de México, se encuentra en los más bajos niveles históricos, en el 41%. El agua se ha convertido en el tema más urgente, si no el que más, para quien gobierne la ciudad.
La noticia me llevó como un relámpago al informado y eficiente libro de Jonathan Kandell: La capital. La historia de la Ciudad de México. Kandell dedica un capítulo a “El Siglo Olvidado”, el XVII, una centuria despreciada por los historiadores, aunque ciertamente hoy en día hay muchas más revisiones históricas de aquel siglo olvidado en el cual se creó, explica Kandell, el crisol de los dilemas ecológicos, sociales y políticos que aún inquietan a la ciudad. No se equivocó. Las chinampas les provocaban incertidumbre a los españoles, por eso buscaban tierra firme, y la lograron de forma salvaje.
Los españoles transformaron la ciudad y el valle deforestando vastísimas zonas de vegetación exuberante para darle lugar al ganado en las haciendas. La madera se quemaba para las tierras de pastoreo. El suelo, expuesto, se erosionaba y las lluvias arrastraban la tierra literalmente baldía al lago de Texcoco, que nunca fue muy profundo.
Cien años después de la conquista, el lago de Texcoco y la Ciudad se encontraban prácticamente al mismo nivel. El asunto desconcertaba a los españoles, “entre más retrocedían los lagos, la capital era más vulnerable a las inundaciones”.
Entre 1555 y 1604 hubo al menos cinco graves inundaciones. En 1607 la ciudad quedó convertida en un lago fétido. Así, en 1629, un invierno de lluvias elevó las aguas de Texcoco hasta los niveles de la ciudad y desbordó la muralla. Una catástrofe. La ciudad permaneció sumergida dos metros bajo el agua durante cinco años. Leyó usted bien: cinco años. Flotaban en el agua indios y animales muertos, el olor era insoportable, los curas daban misa en los campanarios. Alguien propuso mudar la ciudad a otro sitio, pero las ciudades no se mudan como las familias. En 1634, una serie de temblores absorbieron el agua que aún anegaba las calles.
La ciudad no sería nunca más una isla. El sueño de la tierra firme se convirtió en una pesadilla: a las inundaciones le seguirían un día las grandes sequías. Así juega el tiempo con las cartas del futuro que parece que nunca llegará, pero siempre acude con las irrefutables lecciones del desastre.