Es una verdad tan grande como el Estadio Azteca que el Cruz Azul no tuvo la capacidad para concretar ninguna de las cuatro claras oportunidades que fabricó para anotarle gol al América la noche del domingo pasado, en la Final del futbol mexicano.
Es verdad también que el gol que sí anotó La Máquina, en el segundo tiempo, viene precedido de una falta sobre un defensor rival y, también, por un fuera de juego de Uriel Antuna poco antes de que centrara el balón.
Pero es una verdad inmensa y muy dolorosa que envuelve y opaca a las otras, que el penalti a favor del América, con el que definió a su favor el marcador y el título, es producto de una decisión equivocada del árbitro Marco Antonio Ortiz. No fue falta de Rotondi sobre Reyes. Este último, mañosamente al sentir un contacto que no es ilegal, arrastra una de sus piernas para provocar su caída y no conforme con ello, consciente de que había que engañar al árbitro, pega un salto para hacer más llamativa su caída.
Pero esto no es lo más oprobioso. El horror mayor se registra cuando Ortiz es obligado a ir al monitor a revisar la jugada en cámara lenta y desde tres o cuatro ángulos diferentes a los que él vio en principio. Pese a la evidencia técnica en contrario (ratificada y documentada desde ese mismo momento por la abrumadora mayoría de los ex árbitros en análisis de prácticamente todas las televisoras), decide ratificar su decisión y marcar el penal.
El comportamiento de Ortiz ha sido juzgado desde la incapacidad a la deshonestidad. Yo me quedo con este último juicio. Hay elementos para poner en duda su honorabilidad.
Que los americanistas (jugadores, entrenadores, directivos, propietario y seguidores), opinen lo contrario es entendible. El tema es que tienen a todo mundo en contra. Y no les ayuda nada que el propio jugador que fingió la falta reconociera al final del partido. Dijo: “Se juega un poco con el colmillo”.