La estela de desgracias que dejó tras de sí el paso de Otis es una muestra de lo que viene. Gobiernos, instituciones y ciudadanía global nos hemos esforzado en desoír las advertencias hechas por los distintos grupos de expertos. Extrañamente pensábamos que no llegaríamos a sufrir la furia del apocalipsis climático y serían los nietos de nuestros nietos quienes enfrentarían los efectos de nuestra apatía, soberbia y egoísmo. Otis nos volvió a recordar que una vez alcanzado el límite máximo de la degradación medioambiental, la tierra nos vomitará, quitándose de encima a su peor plaga: la “humanidad”.
Mientras los poquísimos soldados que llegaron a la zona recogían y amontonaban los escombros que desdibujaron calles y aceras, los malandrines se cebaron en la rapiña. Vaciaron cuanto pudieron. Las autoridades continúan atascadas en el lodazal de los efectos de sus decisiones. Los damnificados y los muertos en aumento. De un día para otro, Acapulco, el paraíso, se convirtió en el infierno.
En medio del caos, los agoreros del desastre celebraron la desgracia porque, como diría Rebecca Solnit: “Todo lo que era imparable se detuvo y lo que era imposible sucedió”. Por su parte, quienes deben rendir cuentas apenas alcanzaron a balbucear dos o tres pretextos absurdos para ocultar su ineptitud y falta de escrúpulos. Como era predecible, los anti y pro cuarta transformación siguen en lo suyo: agarrándose a culpazos.
Afortunadamente, como dice Rebecca Solnit en su libro Un paraíso en el infierno, las virtudes más extraordinarias de nuestras comunidades surgen del desastre, porque cuando entendemos que nuestra vida puede decidirse en una noche caemos en cuenta de que la “proximidad de la muerte genera nueva vida, una vida más urgente, menos preocupada por las pequeñas cosas y más comprometida con las grandes, más implicada, por ejemplo, en la organización social y la contribución al bien común”.
Y, justamente, este sentido de urgencia y resignificación de la vida se ha reflejado en la empatía, solidaridad y generosidad con la que ciudadanos y muchas oenegés –especialmente las universidades– se pusieron manos a la obra para que los miles de damnificados hagan más llevadera su desgracia.
Estas redes de cooperación, me parece, serán clave para que irrumpa un paraíso en el infierno.