Es una costumbre navideña que Daniela haga la ensalada de bombón. Esta costumbre viene emparejada de otras, como que las niñas se coman los bombones y las fresas, o que de último momento andemos a la carrera buscando los ingredientes que faltan. Resignados a que ese año la ensalada estaría incompleta, me estacioné en la última tienda que visitaríamos. Daniela fue clara: “Yo me bajo y ustedes se quedan aquí”. Lucía y yo, sin rechistar, obedecimos.
No recuerdo si ella tenía cinco o seis años; lo que sí recuerdo es que aquel 24 de diciembre a la entrada de la tienda estaba sentada una mujer indígena con una niña de la edad de Lucía y un niño que comenzaba a caminar. Mientras la mujer vendía muñequitas bordadas y algo parecido a unas ensaladeras talladas en madera, la niña pedía monedas a quienes estaban en los coches aparcados. Lucía vio la escena y me pidió que le diera una.
“Si no tienes monedas, dale un billete”, me dijo. Saqué uno de 20 pesos: “Pero se lo das tú”. Bajé el vidrio y antes de que la niña dijera nada, Lucía extendió el billete agregando un “gracias”. La niña lo tomó, sonrió y siguió su rondín entre el resto de carros.
“¿Cómo te sientes?”, le pregunté. “Bien y mal”, contestó. “¿Por?”, reviré. “Andan descalzos”. Sin darle oportunidad a más, dije: “Ya la apoyamos, Lucía, misión cumplida con esta niña”. “¿Y si la ayudamos más?, si me ayudas con la mamá, le podemos ayudar más”. “¿Cómo?”, pregunté, “le puedo dar mis botitas”, dijo.
Se me vino el mundo encima. Más allá de que las botitas habían sido un adelanto de sus tres regalos navideños, batallamos lo indecible para encontrárselas, sin contar lo que había terqueado por ellas desde la Navidad pasada –“la siguiente Navidad te las compro”, recuerdo haberle dicho–. Mi titubeo lo tomó como un sí. Cuando menos pensé, ya se las había quitado. “¿Puedo?”, preguntó, poniéndome frente a la nariz las botitas. “Puedes”, dije. Bajó como rayo, corrió y entregó en mano las botitas a la niña. A las dos les iluminó la cara una enorme sonrisa.
Daniela regresó al coche y preguntó: “¿Cómo se portaron?”. “Yo, más o menos. Luego que te cuente, seguro, me vas a regañar –contesté–; Lucía mucho mejor de lo que te imaginas”.
Esto no es un cuento, es la crónica de una Navidad.