En mi entrega anterior hice alusión al imperio británico, sus colonias en África occidental y la desventajosa negociación a la que se sometieron los africanos para obtener su independencia. Los ingleses, por su parte, ganaron una concesión por un siglo para la explotar los recursos naturales más valiosos de esa región.
Hago énfasis en la palabra "explotar" porque la actividad que realiza la mayoría de empresas concesionarias es la explotación de los recursos naturales, donde primero devastan y después de extraer simplemente se van dejando una estela de desolación y pobreza.
Lo anterior es totalmente opuesto al concepto de aprovechamiento sostenible que los gobiernos de esos países primermundistas exigen a sus empresas, sin cortapisas, dentro de sus territorios, en donde es imprescindible el cuidado al medio ambiente y la dispersión de la riqueza que los aprovechamientos generan.
En nuestros territorios tercermundistas la mayoría de esas empresas trasnacionales realiza viles saqueos sin que nadie diga nada, esto debido a que muchas de esas explotaciones se encuentran hábilmente disfrazadas por campañas publicitarias y mediáticas, las cuales hacen que la opinión pública sesgue cualquier crítica.
Un ejemplo de lo anterior es la producción de café robusta que una empresa suiza necesita para fabricar el café soluble. Esta especie de café requiere de abundante luz solar, por lo que son derribadas miles de hectáreas de selvas y bosques para conseguirlo. Sin embargo, la publicidad de la marca esgrime que la trasnacional obsequie los cafetos a los productores del sector, lo que nulifica cualquier crítica por la destrucción ecológica que esta actividad genera.
Otro ejemplo contundente es la campaña mediática que realizan, entre otras naciones, Francia y Canadá, donde nos muestran a nosotros, los pobres habitantes de los países corruptos y subdesarrollados, cómo ellos han alcanzado la perfección en su vida como país. Mientras que por el otro lado, el lado oscuro, sus empresas mineras extraen de manera indiscriminada las riquezas del subsuelo sin preservar en absoluto el medio ambiente y por supuesto sin dispersar la riqueza a las comunidades que ahí habitan.
Es entonces, bajo la influencia de estas campañas mediáticas, que una gran parte de la opinión pública se vuelca en halagos hacia esos países y sus presidentes, además de que convierten en aspiración la idea de emigrar o, más complicado aún, la idea de que alguna vez nuestro país podrá gozar de semejantes bonhomías.
Dejar de deslumbrarnos por los Trudeau y por los Macron y voltear hacia la raíz, hacia nuestros territorios y exigir que las cosas se hagan de manera sostenible y con el beneficio a las poblaciones de los sitios donde ahora se saquean los recursos, quizás sea uno de los primeros pasos que debemos dar para la real transformación del Estado y alcanzar así esa verdadera independencia que deseamos.