Gaspar corre cansado por la cresta de la montaña, sus pies descalzos se hunden en el fango que dificulta todavía más su andar. Se seca el sudor y la sangre, mientras los relámpagos de la tormenta iluminan su huída. Se detiene, escucha los gritos de los guardias cuesta abajo. Lo siguen desde hace quince días, cuando harto de ser azotado, hirió con su daga al capataz.
Allá en la Hacienda de San Francisco Toxpan, en Veracruz; Gaspar pasaba su vida cortando caña o café, según la temporada. A veces, también atendía los caballos de la señorita Oralia, la hija del patrón. Esta bella damisela alguna vez le regaló una fina mascada de seda para cubrir una herida ocasionada por el látigo del caporal.
Es medio día, el sol recala en su negra piel, sólo lleva puesto un pantalón roto de manta, teñido de lodo con sangre seca y un morral de ixtle en la espalda. Tiene hambre y no ha dormido en días. Ahora busca llegar a San Lorenzo de los Negros. Sabe que es una colonia de esclavos revelados hace muchos años, su padre se lo contó y éste a su vez lo supo por el padre de su padre. Están orgullosos de su herencia africana, los hijos de Yanga llevan la rebelión en las venas.
La noche siguiente, como en una ilusión óptica, Gaspar ve a lo lejos la luz de una veladora entre la selva. Ha perdido a sus perseguidores y está pendiente de ello. Se acerca cauteloso a la luz, es un jacal junto a un río. Dentro, una vieja indígena muele un poco de maíz. Ella, al verlo y sin asustarse, le ofrece tortillas con chile y unos trozos de carne de armadillo. Después le cura sus heridas.
La anciana le dice que se encuentran en lo profundo de la sierra de Oaxaca, muy cerca de la costa. El mítico San Lorenzo había quedado atrás hace muchas leguas. Ella le cuenta entre lágrimas, que sus hijos se habían ido con un tal Morelos, un cura que está formando un ejército en Acapulco para hacer una guerra contra el rey. También le informa que a tres días rumbo a la puesta del sol, siguiendo el Río Verde, se encontraría con Chacahua, un pueblo de negros.
En agradecimiento, el esclavo le regala casi todos los tesoros que lleva en el morral. Se trata de su daga y un puñado de semillas verdes que había traído consigo de la hacienda. Sonriendo, le ofrece los granos para que los siembre. Le menciona que son de café, origen de la bebida que toman los hacendados. Alguna vez tomó un sorbo, otro regalo de Oralia, mismo que lo incitó a revelarse. La mascada la aparta para él, se la amarra al cuello y emprende su viaje a la costa.
Un balazo irrumpe el bullicio de la selva, de repente, todo queda en silencio. El capataz de la hacienda de Toxpan, pese al dolor de la puñalada, hace un disparo certero desde su caballo. Gaspar cae muerto a las orillas del río. Mientras los guardias felicitan al tirador, la mascada de seda flota a la voluntad de las aguas.