No tuvo la impronta de Churchill ni la de Roosevelt ni la de Kennedy ni la de Obama. Por no tener, no tuvo ni la de los mucho más justamente controversiales De Gaulle o Thatcher o Miterrand o Castro. Saboteado por una personalidad pública provinciana y acaso anodina, por un carisma popular que no brillara sino por su ausencia, Helmut Kohl murió la semana pasada y, si bien los medios de comunicación del mundo publicaron lo que tenían que publicar y los líderes mundiales declararon lo que tenía que declarar, lo cierto es que no hubo debate sobre su legado ni verdadero luto nacional ni internacional. Cierto es que en Bruselas, sede del gobierno europeo, las banderas ondearon a media asta, y que está prevista para dentro de unos días una conmemoración en el parlamento europeo de Estrasburgo —que sería la primera ceremonia luctuosa europea en la historia— pero también es verdad que la reacción a su fallecimiento parecería más bien discreta, tanto como lo fuera su personalidad, y que eso no puede sino preocupar en un momento en que tanto necesitaría no sólo Europa sino el mundo mismo abrevar de su espíritu.
Político demócrata cristiano de provincias, Kohl tuvo una candidatura fallida a la cancillería alemana en 1976, perdió poder al interior de su partido, y no pudo acceder a la primera magistratura de la Alemania Federal sino hasta 1982, cuando los socialdemócratas hasta entonces gobernantes perdieran el apoyo de los liberales del FDP. Llegado al poder, fue recibido con sorna por una clase política nacional e internacional y unos medios de comunicación prontos a hacer mofa de su origen provinciano, su carácter de novato y su apariencia poco intimidante, al punto de endilgarle el mote mediático de “die Birne” o “La Pera”, indignidad referida un poco a la forma de su cuerpo y de su rostro, un poco —por cruel metonimia frenológica— a la presunta molicie que anticipaban en su temperamento.
Se equivocaban. De Gorbachov —otro rockstar de la política— han de ser los laureles históricos del cambio de paradigma que hubo de sufrir el mundo en las últimas dos décadas del siglo XX pero cuando menos igual de argumentable es la influencia de Kohl en él. Artífice de la reunificación alemana desde su llegada misma al poder, Kohl no sólo la posibilitó en términos constitucionales y supo aprovechar las coyunturas políticas al otro lado del muro sino que hizo temeraria gala de la visión necesaria para lograr que las consideraciones económicas no sirvieran de escollo para ello. Acaso hoy haya sido olvidado pero, de no ser por su firme determinación a permitir la paridad 1 a 1 de la moneda de ambas Alemanias —en orondo desafío a la postura del presidente del Bundesbank—, y a encarar la concomitante crisis financiera y de empleo en el territorio reunificado, la caída del Muro, con todas sus consecuencias no sólo para Alemania sino para el mundo, habría quedado en mera fantasía. En paralelo, Kohl y su homólogo francés, el mucho más vistoso François Miterrand, mantuvieron una política de acercamiento entre sus naciones que habría de redundar en la integración europea, contrapeso político y económico al mundo orondamente unipolar que bien habría podido dibujar una reunificación alemana que fortalecía a los Estados Unidos y debilitaba a Rusia, barriendo con el viejo orden mundial.
Si el siglo XX, tan convulso, tan violento y tan amenazante, tan lastrado por la ira y el extremismo, tuvo final razonablemente feliz, si pudo dar cierre postergado pero republicano y democrático al saldo de dos Guerras Mundiales resueltas con más capricho que visión, fue en gran medida gracias a un Helmut Kohl ajeno a las tentaciones de la ideología y el carisma a las que sucumbieron tantos de los personajes que lo antecedieron en su país como en otros. Convencido de los beneficios compartidos que derivan de un espíritu de cooperación y colaboración, supo aprovechar su talante naturalmente discreto y negociador para perfilar un mundo menos conflictuado que aquel en el que creció, un país menos conflictivo y potencialmente peligroso que el que recibió.
A casi dos décadas de su salida del poder, preocupa el olvido de su legado. Preocupa la presidencia aislacionista y bravucona de Trump en Estados Unidos. Preocupa el abandono del Reino Unido de la Unión Europea y lo jalonada entre posiciones extremistas que parece hoy su política interna. Preocupan las crisis de los migrantes. Y preocupa la forma en que las narrativas de la exclusión, la separación y la autarquía, tan ajenas al espíritu de Kohl, parecen estarse apoderando del discurso político en todo el mundo.
Es momento de recordar a Helmut Kohl. Es momento de pertrecharnos en sus hombros, de derribar nuevos muros.