Para el trabajo legislativo, los procesos electorales son como fuegos artificiales que se encienden en cascada, distraen y deslumbran con sus chispas y estruendo. Por supuesto, el fenómeno se incrementa cuando lo que se está discutiendo es una reforma en materia electoral.
La propuesta que sobre ese tema ha hecho el Ejecutivo, así como las alternativas planteadas por diversas fuerzas políticas tienen, como telón de fondo, los comicios que tendrán lugar este año en seis estados de la República. Pero también, por supuesto, la sucesión presidencial, que es la clave con la que desde hace ya algunos meses se leen todas las decisiones políticas en el país.
En ese entorno, cabe preguntarse si verdaderamente nuestro sistema electoral requiere pasar por una transformación. Si bien todo régimen es perfectible, es innegable que el sistema electoral mexicano cumple a cabalidad con su función principal de permitir la transmisión pacífica del poder. Prueba de ello es la pluralidad partidista que encabeza gubernaturas, cabildos, congresos federal y estatales, así como la alternancia reiterada en la Presidencia de la República.
Si bien hay trabajo por hacer para, por ejemplo, lograr que sin perder la confianza en los resultados y la integridad del proceso, puedan abaratarse los costos, el verdadero problema de nuestras elecciones está en otro lado: tenemos comicios, pero no tenemos demócratas.
Los actores políticos han hecho del litigio postelectoral un paso automático porque se niegan a aceptar sus derrotas, apuestan a los tecnicismos y a las argucias para forzar la voluntad popular. No es de extrañar así que, entre la ciudadanía, la democracia goce cada vez de menos aprecio.
Hay cosas que cambiar, pero no están en las leyes, sino en quienes las hacen.
Miriam Hinojosa Dieck
