A falta de estaciones del año, borradas por el cambio climático, la cartelera sigue siendo un calendario fiable que nos indica el estado del tiempo. Llegado septiembre ya no hay rastros de franquicias, escenas post-créditos, ni CGI. Aparecen los estrenos ambiciosos, los que aspiran a premios, los que generan debate. Ejemplo de ello son dos películas para ver y llevarnos de tarea a casa.
Midsommar: el terror no espera la noche
Con la dosis de perturbación que Ari Aster nos dio en su primera película, Hereditary, el director se autoimpuso tremendo reto para superar su siguiente entrega. En Midsommar, una pareja de novios al borde de la separación es sacudida por un evento inesperado: la familia de ella muere en circunstancias trágicas. No es el momento para terminar la relación. Lo que la pareja decide es acompañar a un grupo de amigos de él en un viaje a Suecia. El plan es participar en una festividad que se celebra cada noventa años en una remota aldea. Lo que comienza como una terapia ideal para el duelo (con días soleados, naturaleza, gente amistosa) va mutando en pesadilla conforme los motivos de esta celebración son revelados. Para las visitas, será demasiado tarde para arrepentirse. Mujer, pérdida, pareja, separación, rito. Exactamente los mismos elementos de Hereditary son reconfigurados por Aster bajo otro concepto visual: mientras que Hereditary dependía de la noche y la oscuridad para consumarse narrativamente, Midsommar se vale de la luz del día y la paleta cromática de la naturaleza para crear terror a la vista de todos. La propuesta es interesante. Más interesante es que la historia no entrega respuestas claras, invitándonos a interpretar cómo el viaje es catalizador en la relación de la pareja, así como quién de ellos dos juega en realidad el rol del villano. Dicho de otra forma: Midsommar es buena por lo que no muestra y no cuenta. El problema es que lo que sí muestra y cuenta es repetitivo. Sus secuencias ceremoniales y atmósfera mística son efectivas hasta cierto punto. Luego cansan, llevándonos a un desenlace que tarda más de media hora en llegar.
Ad Astra: hacia las estrellas
El honor de ser la película de ciencia ficción más audaz del año ya se lo quedó Claire Denis con High Life. La mención honorífica puede ir para Ad Astra, de James Gray. Brad Pitt interpreta a un astronauta excepcional cuyos signos vitales no se ven alterados durante misiones peligrosas en el espacio. Esto lo vuelve candidato ideal para una misión que implica viajar a los límites del sistema solar en busca de otro astronauta desaparecido que lideraba una misión altamente confidencial. Lo que lo vuelve el candidato perfecto es que el astronauta desaparecido es su padre. El gobierno sospecha que, en lugar de haber fallecido en la misión, lo que hizo fue sabotearla y romper comunicación con la Tierra. La única forma de averiguarlo es apelar a sus emociones mandando a su hijo a darle un mensaje. Lo que el gobierno desconoce es que padre e hijo tienen un pasado complicado. A lo largo de seis películas previas, James Gray se estableció como un director que pondera la introspección más que la acción. Historias simples, enfocadas en relaciones familiares o amorosas marcadas por la melancolía. Temáticamente, Ad Astra también tiene esas preocupaciones, pero además, Gray sorprende con un lado imaginativo no visto. En su primera incursión en un género específico, la ciencia ficción, nos da la primera película que describe un futuro con viajes comerciales al espacio, y una Luna que está en disputa territorial entre gobierno y piratas. Estas secuencias son de lo mejor de la cinta, en tanto que la otra carga de impacto corresponde a Brad Pitt, interpretando a un hombre obligado a repensar la relación que tuvo con su esposa y su padre. Ad Astra es un perfecto ejemplo de un cine que entretiene y hace pensar.
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