No debemos confundir la tecnología como el anticristo provocador de la hecatombe social, porque la inteligencia artificial carece de intenciones, que son facultativas de las personas
El colapso de la ética y de la sociedad
En nuestro presente estamos inmersos en una era que hemos denominado avanzada, caracterizada por una hiperconectividad sin precedente, algoritmos inteligentes y máquinas que aprenden de manera autónoma. Sin embargo, a medida que nuestras herramientas tecnológicas progresan a un ritmo vertiginoso, nuestra sociedad parece experimentar un retroceso escalofriante. Este fenómeno plantea una paradoja inquietante: mientras nuestras capacidades tecnológicas se modernizan, nuestras interacciones y valores se deterioran.
En todo el mundo hay destellos que son claros signos de una crisis moral. La violencia, en sus diversas formas —verbal, física, cibernética— ha pasado de ser algo anómalo a normalizarse como lenguaje cotidiano. Con el respeto reemplazado por la confrontación y el choque, el diálogo sustituido por la fuerza y los golpes, hemos olvidado una verdad fundamental: la sociedad se define no por lo que crea, sino por cómo se relaciona.
Durante años, he sido un firme creyente en el potencial transformador de la tecnología. Estas herramientas digitales pueden, sin duda, mejorar la calidad de vida de millones, de personas a través de agilizar procesos y democratizar el conocimiento. Sin embargo, al observar la situación actual, siento una mezcla de desánimo y preocupación. A medida que la tecnología avanza, parece que nuestros valores fundamentales retroceden, y esta deshumanización es un fenómeno que muchos no logran reconocer, en otras palabras, nos hemos vuelto primitivos, no en herramientas, sino en valores.
La ambición ha desplazado al bien común. Ya no se trata de construir juntos, sino de poseer más, dominar más, aplastar al que piensa distinto. Hemos perdido el interés por colaborar y hemos renunciado, de forma alarmante, a nuestra responsabilidad ética de proteger lo que somos como sociedad.
La culpa no es de la tecnología
No debemos confundir la tecnología como el anticristo provocador de la hecatombe social. La inteligencia artificial carece de intenciones, que son facultativas de las personas. Las redes sociales no son portadoras de odio, porque éste se origina en los usuarios. La tecnología en sí no excluye; es el ser humano el que decide a quién conectar y a quién silenciar. Así, la responsabilidad recae en nosotros, no en los dispositivos que usamos.
En esta búsqueda de control y supremacía de ideas, el bienestar colectivo ha sido relegado a un segundo plano. Hoy en día se valora más el éxito individual, incluso si conlleva pisotear a otros. La lógica de la competencia ha permeado todos los aspectos de la vida, desde la política hasta el entorno familiar. En lugar de colaborar, buscamos destacar a expensas de los demás, y esta dinámica, amplificada por las herramientas digitales, se vuelve más peligrosa que nunca.
Reencauzar el camino
La tecnología no es el enemigo. El verdadero adversario es el modelo social que estamos perpetuando. Un modelo que olvida la empatía, que rechaza el diálogo y que considera la sensibilidad como una debilidad. Nos encontramos en un entorno donde las interacciones presenciales pierden su valor y lo emocional se vuelve irrelevante. Aunque este contexto puede fomentar la eficiencia, es incapaz de sostener la humanidad.
Si no actuamos de manera oportuna, corremos el riesgo de normalizar la deshumanización. Para evitarlo, es imperativo que tomemos medidas en múltiples frentes.
1. Regular la tecnología con enfoque ético: es primordial entender que la regulación de la tecnología no es solo una cuestión técnica, sino también ética. No se trata solo de crear políticas públicas que aborden la conectividad; necesitamos incorporar la dimensión humana para una verdadera transformación digital.
2. Reformar el sistema educativo: las escuelas deben ir más allá de la enseñanza de habilidades digitales y enfocarse en la promoción del diálogo, la colaboración y el respeto.
3. Empresas y bienestar emocional: las empresas deben reconocer que la eficiencia no debe lograrse a expensas de la salud emocional de sus empleados.
4. Gobiernos y legislación social: es fundamental que las cámaras legislen no solo sobre el control de datos, sino también sobre la promoción de la cohesión social.
No se trata de rechazar el progreso; se trata de orientarlo. La tecnología avanzada no tiene valor si no sabemos convivir de manera constructiva. Es crucial cultivar la responsabilidad emocional, el pensamiento crítico y la empatía para que los avances tecnológicos no se conviertan en un vacío social insostenible.
El desafío comunitario
Nos enfrentamos a un reto monumental: construir una sociedad que no solo utilice la tecnología, sino que la emplee para el beneficio social. No es suficiente con estar conectados a la red; es vital reconectar con nuestra realidad y aprender a vivir juntos. El desafío más grande que enfrentamos no es técnico, sino humano y social. Es urgente un cambio profundo en nuestra forma de pensar, de sentir y de actuar.
Si continuamos por este camino, podríamos llegar a un futuro donde la tecnología opere a la perfección, pero nuestras interacciones humanas estén fracturadas o no existan como las conocemos hoy. Un futuro con empresas eficientes y gobiernos digitalizados, pero con ciudadanos emocionalmente distanciados. No podemos permitir que la digitalización desplace lo humano, ni que lo técnico sobrepase lo ético. Si seguimos así, no será la tecnología la que nos destruya: seremos nosotros mismos.