Buenas noches, compañeros. Mi nombre es Cero y soy un enfermo alcohólico. Adicto, egoísta, culero, celoso enfermizo y manipulador. Sin embargo, y me atrevo por primera vez a decirlo, me considero un hombre espiritual. Así es, compañeros. No creo en dios porque creer se trata de asumir como cierta la existencia de algo que no se puede ver.
Que no se puede tocar. Y no, compañeros. Yo no creo en dios: lo conozco.
Ahora mismo recuerdo cierta vez en que mis compas y yo nos juntamos en casa de uno de ellos. Yo llegué con tres (o cuatro o cinco, ya ni sé) sedantitos de a 2 miligramos encima. Salimos por un cartón para recibir a los que apenas llegaban y, para entonces, T y yo ya nos habíamos enfilado dos güisquis quesque pa’ calentar motores. Uno para él y otro pa’ mí. Del frigo que hay en una de las esquinas de su salón de juegos sacamos el par de latitas de canadadry y bebimos del pico hasta dejar apenas un cuarto del chesco en el fondo de la lata. T rellenó el espacio vacío con el chorro color orín que salía despacio de la botella negra de bourbon.
Cinco, seis, siete sedantitos de a 2 miligramos para no perder el tono.
Vámonos a chelear a la terraza, le dije a mi carnal. Sirve que nos echamos un cigarrito en los que llegan los demás.
Total que llegó el J y su banda con el diablo en forma de un doce de Indio en las manos.
Como que se antoja un gallo, ¿no?, fue lo primero que le salió del hocico al infeliz tan pronto pudo vernos. Todavía te queda una bolsita, ¿no, wey?, volvió a ladrar sin siquiera mirarnos a la cara. Seguramente si hubiera visto los pinches ojos de alcancía que arrastrábamos del día anterior no hubiera ni preguntado. Ni madres, no dejamos ni las perras bachas. Pero conoces a un cabrón que conecta en putiza, ¿no?, insistió, el muy jijo de su repinche madre. Sí, a huevo. Cámara. Yo conozco al T y sé que el perro es dócil cuando de quedar bien se trata. En menos de una hora ya teníamos sobre la mesa doscientos varos de finísima sinsemilla.
Forjamos con unas canas sabor fresita niña porque no hallamos de otras. Estaban tan viejas y duras que mejor hubiera salido enrolar con un cartón de papel de baño. Pero cuando se quiere, se puede, y eso los locos lo tenemos bien claro. Así que cálele, culero, a desquitar lo que le costó.
No, no, no, pero a ver, aguanta, cabrón. Haz memoria. Cuando volvimos de comprar la mosh, hicimos escala en una Farmacia del Ahorro. Simón, sí es cierto. Acuérdate.
Mandamos al J a comprar una latita de Traumazol porque ya llevaba semanas chingue y chingue con eso de que le traía ganas. Traumazol es el nombre comercial del cloruro de etilo. Traumita, cuando le agarra uno cariño. Anestésico local prescrito para atletas de alto rendimiento. Pero eso no era lo que estábamos buscando. Buscábamos inhalarlo para meternos un viajesote. Su venta no requiere receta. pero por si las dudas J entró a la farmacia cojeando. Me acuerdo que el puto del cajero le infló cien varos al precio original.
Seguro fue por lo sanito que se miraba mi bro.
Yo fui el primero en desquitarme la tranza: ya de vuelta en la camioneta me acomodé dos jaladas bien duras de ese líquido que se congeleba al tocar la manga de mi chamarra. Enchinga sentí el madrazo en la zona de la nuca, el zumbido en las orejas y la risa estúpida, incontrolable, a todo lo que daba. Mi viaje sembró la tentación del resto de la banda a bordo, aun de los más limpios.
Pero ahorita ya andas bien grifo, patán. No te me quieras poner moralino. Regrésate a la casa de T, ya no importa. Tírate al pasto porque la pastilla y la mota congenian tan a toda madre que soltar palabra se vuelve un lujo que no te puedes ni te sabes conceder. Sabes solamente que no te vas a mover de ahí hasta que el rugido de las tripas de obligue a arrastraste hasta donde caiga un taco o lo que sea.