Para mi tía Carito, que ha partido hacia la luz.
El verano es una buena época de reflexiones para mi gremio. Cierra julio, con su Día del Abogado y la Abogada, y los birretes aventados al cielo para la fotografía que culmina estudios e inaugura la vida profesional, y entra agosto, con las nuevas generaciones estrenando las aulas de la licenciatura en derecho, y con un futuro para poner al servicio de los demás. Porque la del derecho es eso: una intensa vocación de servicio.
Por ejemplo, quienes litigan o representan intereses ajenos pasan largos días pensando casi exclusivamente en sus clientes, pensando incluso en lugar de ellos, y actuando por ellos, y se asumen como propios sus problemas. Cuando nos toca participar de la decisión judicial, incluso desde los escalafones más inaugurales de la carrera, la intensidad no es menor, aunque ya no se trata de un cliente sino de todas las partes de un juicio, e incluso de la sociedad entera, que siempre espera justicia.
La vida de la abogacía entrena poco a poco para las revelaciones y preocupaciones del alma. A veces escuchamos confidencias más reveladoras que un sacerdote y curamos el insomnio mejor que los médicos, porque ayudamos a solucionar problemas y a que la gente descanse.
Las personas ponen sus sueños en nuestras manos y en un doble sentido: las cosas que quieren lograr son sueños por alcanzar, y los problemas que quieren quitarse, es sueño por recuperar.
Elegimos una profesión muy poderosa: ni más ni menos que ponernos al servicio de la justicia y, con ello, al servicio de los demás. Dice la cuarta bienaventuranza del Evangelio: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. No concibo a ningún profesional del derecho, con vocación sincera, que lea esta frase y no sienta la necesidad de entregarse a esa causa y ayudar, conforme su leal saber y entender, a quienes padecen esa hambre y esa sed.
No es una vocación fácil ni pacífica, y por eso la novena bienaventuranza enaltece poéticamente sus avatares: “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia”. Es decir, a pesar de calumnias, tiznes y resistencias, no claudicar (como los versos de Rudyard Kipling: “Si puedes estar firme cuando en tu derredor/ todo el mundo se ofusca y tacha tu entereza, / si cuando todos dudan, fías de tu valor […]/ o, blanco de mentiras, esgrimir la verdad…”).
El andar de quienes elegimos el derecho no es sencillo, pero nos va quitando prejuicios, como se quita la broza de un sendero, porque nos brinda comprensión sobre las debilidades y los errores humanos, y eso da una sensible capacidad para entender a la sociedad con sus luces y sus sombras y, por lo tanto, de orientarla.
Tenemos un bagaje valioso para ponerlo al servicio de los demás. Conocemos la naturaleza humana y el mundo jurídico que la condiciona. Entendemos lo que es y lo que debe ser, o lo que debería ser. Ese “deber ser” que define lo que es legítimo, lo que está permitido, lo que está prohibido, y a lo que podemos aspirar.
Ese “deber ser” que también necesita ser realizable y no utópico, que ha de ser tan básico como la paleta de albañil de un poema de Eliseo Diego: que le allegue al ser humano “los materiales necesarios/ para que sea feliz y se resguarde de todo daño”.
Hay palabras e ideas que son parte de nuestro bagaje profesional: justicia, orden jurídico, Estado de derecho. Una constelación de brillantes conceptos, pero a veces ahogados en un agujero negro porque ¿cómo vivimos tranquilamente en ciudades que se sienten, desde hace lustros, rodeadas de corrupción? ¿Por qué, si la sociedad cuenta con una gran comunidad jurídica, se percibe tanta impunidad?
Lo que hacemos los profesionistas del derecho, aunque a veces parezca una labor aislada o individualista, tiene un impacto transformador en la sociedad. Contribuye a fortalecer o a mermar la armonía; a la confianza social o al desaliento.
Para reorientar la brújula, valdría la pena hacer un ejercicio reflexivo en estos días: pensar que no elegimos estudiar derecho, sino que el derecho nos eligió para la causa de la justicia, y que además nos llenó de colegas para no olvidar nunca que la justicia se construye en colectivo y con solidaridad.
Margarita Ríos-Farjat