Hay de consultas a consultas. En menos de una semana los escoceses responderán con un simple monosílabo a una pregunta fraseada únicamente con seis palabras: “¿Escocia debe ser un país independiente?”. Es claro que ni la simpleza de un “sí” o de un “no” puede abordar la complejidad de una decisión de esta naturaleza, la que es, literalmente, una que se presenta solo una vez en la vida.
Desde el Tratado de la Unión en 1707, escoceses e ingleses han transitado juntos compartiendo de manera amplia tanto idioma como religión, grupos étnicos y jefe de Estado, así como las glorias del imperio británico o su desmembramiento y posteriores victorias en las grandes guerras del siglo pasado. Apenas hace 20 años, menos de una generación, ni siquiera uno en diez escoceses hubiera deseado algo cercano a la independencia. Ahora, sin embargo, en los últimos días han aparecido diversas encuestas confiables que ponen a los independentistas ligeramente arriba de los unionistas. Ello contrasta con las intenciones de voto de hace apenas un par de meses, que ponían a los partidarios del “no” 20 puntos por encima de los partidarios del “sí”. ¿Qué ha pasado, primero, para que la independencia de Escocia llegara siquiera a plantearse y, segundo, para que el resultado del referendo vaya a ser de pronóstico reservado?
Acaso la globalización tiene su contraparte inevitable en que diversos grupos busquen una mayor definición de su identidad cultural y de su propia narrativa histórica. Acaso el hecho mismo de que grupos de países decidan compartir de manera soberana parte de su propia libertad, como lo es la Unión Europea, hace que quienes consideran tener una raíz histórica y cultural distinta busquen una manera de subrayar su individualidad mediante un espacio propio y no subordinado a terceros. Acaso el mundo se hace más chico y el miedo a perder “la marca propia”, la razón de ser para algunos grupos relativamente pequeños, se hace más grande.
Escocia tiene 5 millones de habitantes. No es ni siquiera 10 por ciento de la población de Reino Unido (64 millones), pero siempre se ha distinguido por votar con los laboristas, tan es así que los dos primeros ministros más recientes de dicha tendencia política (Tony Blair y Gordon Brown) son escoceses. Sin embargo, el regreso de los conservadores al poder en mayo de 2010, en la figura del primer ministro David Cameron, y el aplastante triunfo del partido nacionalista escocés en elecciones locales a fines de 2011 generaron las condiciones perfectas para someter a referendo un tema que una década antes no estaba en la agenda pública, salvo en el corazón de los ultraindependentistas de siempre. Ahora, pese a que los 129 miembros del Parlamento en Edimburgo tienen amplios poderes en todo lo relacionado con agricultura, educación, justicia, salud y otras materias (es más, Escocia hasta compite por sí sola en los torneos de la FIFA, aunque no llegue muy lejos), buena parte de éstos sienten que los poco más de 500 kilómetros que los separan del Parlamento en Westminster son demasiados.
Claro que hay divorcios que tienen su buena dosis de sinsentidos. Los independentistas dicen que de ganar el “sí” mantendrían a la reina Isabel II como su jefe de Estado, aunque no es claro qué harían tras su fallecimiento; desearían mantener la libra esterlina como su moneda, a lo que los ingleses han respondido que lo olviden, que no alimentarían la demanda de moneda por parte de quien como país tendría una situación presupuestal insostenible; los independentistas querrían permanecer en la Unión Europea, aunque ya hay demasiadas señales de que tanto España como Italia, si no es que lo que quedara del mismo Reino Unido, impedirían el consenso necesario para ingresar a la Unión.
Total, que los escoceses, reconocidos mundialmente por su enorme corazón (algunos dicen que ello equivale en términos relativos a menospreciar su inteligencia), tendrán que responder con un monosílabo a una pregunta de seis palabras en la que se define su futuro y una parte del de Europa. Sin Escocia, el resto de Reino Unido probablemente decida en pocos años abandonar la Unión Europea, por lo que es claro que los vientos en Edimburgo repercuten hasta Varsovia o Bucarest, pasando, claro está, por París y Berlín. ¡Ah el mundo moderno!