Eran candidatos. Están muertos. Asesinados por no se sabe quién. Por ese quién desconocido/conocido que aprovecha el río revuelto de las campañas. Por ese quién que perdería privilegios si un candidato llegara a ganar o que manda a los otros el fino mensaje de que no está bromeando.
Es un país grande. Son las elecciones más grandes de la historia. Así lo fueron las de 2018 y serán las de 2024. Pero esto nada justifica. La nota relevante al término de las campañas no son programas de gobierno ni debates, ni siquiera promesas. Son las muertas y lo muertos en campaña. Son Barragán y Murrieta, los más recientes. Son Gallegos, Sevilla, Acosta, González, Vázquez, Galicia, Gutiérrez, Enríquez, Rocha... casi 40 en este periodo electoral entre aspirantes y candidatos. Y hay que sumar a otros políticos. Y a los lesionados, los secuestrados, los amenazados, algunos de los cuales se han retirado ya.
Además de ser capaces, honestos y chambeadores, ¿nuestros candidatos deberán ser heroicos?
Es cierto que los ataques entre candidatos influyen al legitimar un escenario de violencia. En el ambiente electoral se buscan culpables según los dictados partidistas. Quienes aborrecen a AMLO lo culpan de ser el proveedor de ánimos violentos contra miembros de otros partidos. Hacia el otro lado también: ellos acaban embarrando al árbitro por insuficiencias que siempre tendrá. Pero, salvo excepciones bien conocidas, en las campañas se trata de juego duro, no de guerra sucia (el término mismo es producto de la exageración del juego).
Nos equivocaríamos si nos dejamos ganar por la flojera de hacer distingos. Este todos contra todos impide tomar en serio lo que no deberíamos dejar pasar: la cercanía creciente de los grupos del crimen organizado con la política, en particular con las administraciones municipales y sus policías.
Hay quien opina que los ataques, mortales o no, van dirigidos a candidatos que están de alguna forma involucrados con el crimen organizado, sea por razones de plata o de plomo. No se puede descartar que esos casos existan, claro. Incluso que abunden. Pero no se vale generalizar y valerse del recurso fácil de la doble victimización. Un solo candidato asesinado que no cupiera en aquella caricatura sería suficiente para abandonar tan burdo triunfalismo. La realidad es que ni siquiera se han investigado los crímenes, aunque se diga y se repita que llegarán hasta las últimas consecuencias.
Como sea, estamos hablando de una real amenaza al sistema democrático. El crimen organizado interviene en las elecciones. Atenta, asesina, financia, amenaza, desvía. Y no hay detenidos. No hay detalles de los hechos. Gana la política de carpetas abiertas. Eternamente abiertas.
Lo que no puede ser es que nos quedemos impávidos. Como si fuera normal. La violencia va carcomiendo distintos ámbitos de la dinámica social y ahora empieza a devorar el sistema electoral. Además de ser capaces, honestos, visionarios y chambeadores, ¿nuestros candidatos deberán ser heroicos?
Hay que tomar en serio esto. Para cada candidato asesinado, lesionado, secuestrado o amenazado, una investigación puntual y terminada. Donde hay muertos, cancelar por acuerdo la elección y volver a empezar con vigilancia especial: ahí ya no hay democracia. Cualquier otra cosa es tirar la toalla. _
Luis Petersen Farah