Volvió a toser. Los asientos del camión iban ocupados y varias personas viajaban de pie. Cuando le vino el tercer ataque sintió que una multitud volteaba repentinamente para buscar el origen de un posible contagio y, una vez ubicado, regresaba rápido la cara hacia el lado opuesto.
Se sabe que el mayor peligro de contagio está en el transporte público, donde no existe un metro y medio libre, ni forma de contener la respiración. Y ni modo de no ir al trabajo... Por el momento, toda la atención estaba puesta allí, en su asiento, como a la mitad del camión junto a la ventanilla izquierda. Faltaba un rato para llegar a García, donde debía terminar el trayecto.
En el cuarto acceso de tos se sintió avergonzada. Había hecho lo que se debe hacer, según entendía las reglas que se oyen por todas partes, pero poner cada vez su cara contra la parte interna del codo ya no era suficiente. Tosía una y otra vez hasta que le faltaba el aire.
Trató de aguantar el impulso, dominarlo heroicamente con respiraciones hondas y continuas. En el fondo entendía a los otros pasajeros, se hubiera sentido igual que ellos si estuviera en su lugar.
Funcionó... durante un minuto. De golpe, ese reflejo irrefrenable que no cesa hasta hacernos visitar lo que algunos llaman infinito, la tos, volvió con toda su fuerza. No había forma de disimularla ni de mantenerla en el brazo o en el pecho por debajo de su blusa. Mucho menos de pararla. Su vecina de asiento le acercó cuidadosamente un caramelo. No pudo decir no, gracias, estoy bien, porque al volver la cabeza ya no encontró a nadie. Una mano anónima le dio por la espalda un pañuelo desechable. Lo tomó y no lo volvió a despegar de su boca.
Decidió entonces bajarse del camión antes de llegar a su destino. Haría el resto del recorrido a pie, con su pequeña carga de verduras y pollo, pero sin la pesada carga de la mirada de otros. Por supuesto no volvió a toser, lo sabía desde antes, así son sus alergias. Y sus miedos. Nunca una caminata había sido tan placentera.