La tolvanera electoral priista del pasado 18 de octubre confirmó un hecho: Miguel Riquelme, gobernador de Coahuila, tiene en sus manos el control político del estado.
El poder formal lo tiene en un puño: Eduardo Olmos asumirá el liderazgo del Congreso estatal en enero 2021. Miguel Mery, magistrado presidente del poder judicial, podría ser ratificado en diciembre 2020.
El poder informal lo tiene en el otro: los grupos políticos priistas de Manolo Jiménez, Rubén Moreira, Enrique Martínez y Humberto Moreira están alineados.
El único dudoso es el grupo de Jericó Abramo. Sin embargo, Jericó sabe que sus mejores oportunidades vendrían sí fortalece su relación con el gobernador por 2 razones: el PRI será en 2021 y 2024 un hueso duro de roer sí mantiene su voto duro (400 y 450 mil votos); y el poder del gobernador, con el triunfo del pasado 18 de octubre, se apuntalará los próximos 3 años.
Junto a este poder formal e informal; Miguel ocupa el 5º lugar entre los gobernadores mejor evaluados del país (Mitofsky: 30-10-2020).
¿Qué hará Riquelme con ese poder político ganado con silenciosa prudencia y metódica estrategia?
¿Lo utilizará sólo para afirmar la hegemonía del PRI estatal aislándose de la coyuntura nacional que vive el país? Sería un grave error.
Porque hoy, el reclamo histórico para la clase política y la sociedad civil es uno: salvaguardar nuestra frágil democracia en las elecciones de 2021 y 2024, a partir de la formación de un bloque nacional entre gobernadores, partidos políticos y movimientos sociales emergentes como “Sí por México” y “Crea México”, entre otros, para enfrentar de manera exitosa a Morena en las urnas.
Y esa inédita conjunción de esfuerzos a nivel nacional tendría una repercusión en las alianzas del PRI a nivel estatal con los partidos de oposición distintos a Morena.
Por ello, Miguel tiene el reto de utilizar su capital político con esa altura de miras a nivel nacional y estatal.
México y Coahuila: su democracia e historia, así se lo reclaman. Nada menos. Nada más.
