Dentro del pensamiento filosófico del siglo XX existe una tendencia, por demás correcta e importante, que se fundamenta en el marxismo. De hecho sigue siendo vigente dado que las condiciones que le dieron origen prevalecen.
El capitalismo, la revolución proletaria y la socialización de los medios de producción son dilemas que se encuentran aún muy lejos de resolverse, a pesar de que aparentemente las tecnologías de la información y la democracia contemporánea han cambiado los paradigmas originales del liberalismo económico y se ha declarado el ingreso mundial a una época postindustrial.

Una de las aspiraciones marxistas es la revolución y el triunfo del proletariado sobre el capital, esto se traduciría en una ciudad donde no existiría la propiedad privada y todo el suelo sería un bien de interés común, lo cual conllevaría a un sistema de autoorganización sin jerarquías ni ánimos de lucro. Está claro que la gente es perfectamente capaz de organizarse sin necesidad de instituciones, por ejemplo, para construir su propia vivienda y compartir los servicios con sus vecinos, con las tensiones normales en la convivencia, pero con relativo éxito. Sin embargo, sería difícil pensar en una comunidad capaz de construir un sistema de drenaje, una red eléctrica o el metro sin la asistencia y dirección de técnicos y gobernantes.
Pero, por otra parte, sí que lo ha hecho gracias a la democracia. Los ciudadanos eligen a sus representantes, que son también ciudadanos, los cuales planifican, evalúan y ejecutan las infraestructuras. Por tanto, si concebimos a las instituciones como reflejo de los designios populares, podríamos decir que todos hacemos la ciudad, incluidas sus entrañas, sin importar si tenemos o no los conocimientos necesarios.