Si Usted está medianamente enterado de lo que ha ocurrido en las últimas semanas sabrá a lo que me refiero. El presidente todos los días informa una serie de barbaridades y sin embargo sigue siendo un presidente muy popular. Existe una disparidad notable entre los desatinos de las políticas públicas y lo que la gente piensa de AMLO. Esta semana la situación se acentuó aún más por las noticias económicas. Los índices de crecimiento para este año fueron corregidos de nuevo a la baja. Según el Banco de México, si nos va mal, crecemos 1.1 por ciento, si nos va bien 2.1 por ciento. Eso significa en términos simples que apenas habrá empleo.
Otros índices económicos de otras instituciones confirman el pronóstico. La economía, a pesar del voluntarismo del Ejecutivo, no marchará bien, pues las consecuencias de sus pésimas decisiones se harán sentir notablemente. El PIB no crece con magia.
En otros países, estas predicciones serían motivo de preocupación y significarían un desplome de la imagen presidencial. Pero, en México no. Las ganas de creer se mantienen en un nivel muy alto.
Desde luego, que estas inconsistencias encuentran su explicación en la perspectiva de muchas ciencias. Incluyendo las de la psicoterapia y la de las ciencias de la religión. Pero, aquí solamente quisiera ofrecerle un brevísimo enfoque psicológico.
El fenómeno AMLO es un acontecimiento complejo. El presidente despierta simpatía y empatía por muchas razones, pero aquí subrayo una: Su modo de vida, bastante publicitado, acerca mentalmente el enorme poder presidencial al ciudadano común, después de años en que esa distancia se medía en años luz. López Obrador vive en un pequeño departamento, aguanta las incomodidades de trabajar en el centro de la Ciudad de México y se traslada en un auto Jetta. Además, vuela en aviones comerciales, enfática y demostrativamente desprecia el lujo y se levanta a las seis de la mañana a trabajar. A pesar de su edad, es bastante trabajador y se hace presente en esos nidos de provincia a los que ningún presidente había ido.
No rehúye la cercanía con la gente, al contrario, la disfruta y hace gala de ello. Habla el lenguaje del pueblo y se escenifica como un pastor al cuidado de sus ovejas.
El uso del lenguaje religioso (“¡pórtense bien!”), las alabanzas constantes al pueblo bueno y sabio y las condenas con rudeza a aquello que no corresponda a sus formas de vida lo convierten en una figura muy atractiva para ese amplísimo sector de la población mexicana que siente que no participa en el mundo de placeres que significa la vida moderna.
Existe una enorme capa de la población mexicana que desde hace mucho tiempo se siente relegada, que trabaja duramente todos los días y apenas ve el premio a su esfuerzo. No se trata de sectores abiertamente excluidos (de pobreza extrema), sino de aquellos que se mantienen en el límite. Sus hijos no consiguen un lugar en las universidades ni tampoco contemplan un aumento a su ingreso que vaya más allá de los ocho mil pesos. Para las élites son inexistentes y cuando se hacen presentes prefieren no verlos. El resultado es una acumulación de resentimientos y rencores, fomentada además por un aumento en el nivel de aspiraciones.
Estos millones de mexicanos ven en AMLO la posibilidad de una reivindicación. Él los encarna y empodera. Les concede el sentimiento que por fin se les hará justicia, les devuelve la esperanza y les diseña un futuro lleno de felicidad. Los buenos serán separados de los malos y vivirán en un mundo de bonanza.
López Obrador, al igual que Trump en Estados Unidos, fortalece estos sentimientos dibujando permanentemente una situación moralmente degradada, llena de peligros: En ocasiones la etiqueta como “corrupción” y en otras como “neoliberalismo”. Ante las amenazas de un entorno podrido, él se presenta como su liberador.
El jefe del Ejecutivo maneja hábilmente los símbolos. Con la subasta pública de los vehículos ostentosos de los exfuncionarios o la venta de aeronaves gubernamentales, el país no se deshizo de un solo corrupto, pero el mensaje es claro: El líder ha decidido acabar con los privilegios, esos que caracterizan a los “malos”, a las elites, que a sus ojos desprecian a la gente. Un manejo mediático similar se aprecia igualmente en el anunció de otras políticas públicas.
Pero, esta situación entraña riesgos preocupantes. Hay un uso desmedido de una retórica que alienta ilusiones y expectativas y muy pocas medidas reales que efectivamente conlleven a una mejora en la vida de millones de mexicanos. Demasiadas conferencias mañaneras y muy pocas políticas atinadas. Sus cien días de gobierno se pueden resumir en la imagen de una fuente inagotable de promesas y la de un gotero con un par de gotas de realidades. El “México ya cambió” contrasta con lo que hay en el bolsillo. Desde luego que todo esto significa un serio riesgo para nuestra democracia.