El 22 de abril se celebró el Día de la Tierra, instituido por la Asamblea General de las Naciones Unidas hace 12 años, aunque la iniciativa surgió cinco décadas atrás. En medio de la crisis sanitaria provocada por la emergencia de la pandemia del SARS-CoV2 la convocatoria centra su atención en el papel de la diversidad biológica como indicador de la salud planetaria; hoy la efeméride adquiere mayor sentido; el brote de coronavirus es, a un tiempo, un reto para la salud pública y la economía mundial como para la diversidad biológica; sin embargo, la biodiversidad es un factor innegable de la solución: la pluralidad de especies dificulta la propagación de patógenos, algo difícil de garantizar cuando, aproximadamente, un millón de especies animales y vegetales se encuentra en peligro de extinción como resultado de la actividad desarrollada para garantizar la obtención de la ganancia de inversionistas acuerpados en grandes monopolios alimentarios y extractivistas.
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA)aparece una nueva enfermedad infecciosa en la especie humana cada 4 meses; el 75% proviene de animales. Son evidentes los impactos de la biodiversidad y el equilibrio medioambiental en las condiciones vitales de las personas, en la estructura sanitaria y dinámica económica; los cambios en el funcionamiento del ecosistema alteran la producción de bienes y servicios que nos proporciona, repercutiendo en equilibrios sociales, capacidad productiva y reconfiguración demográfica, de lo cual se deduce la urgencia de adoptar políticas públicas para garantizar la disminución de la huella ecológica y restablecimiento de condiciones bajo las cuales prospere la biodiversidad, traducidas como derechos de los individuos y las comunidades a la salud, la vida, el medio ambiente sano y la prosperidad. Sin embargo, esta necesidad es contraria al actual modelo de acumulación y refuta la noción de ecología inscrita en el marco ideológico dominante, el cual justifica y ampara la depredación, saqueo y rapiña medioambiental ejercida en beneficio de una minoría, mientras se culpa a la humanidad, en abstracto, de los perjuicios generados por la industrialización, contaminación y concentración demográfica.
El impacto de la devastación y cambio climático se acrecienta en poblaciones más desprotegidas; hambruna, sequía, epidemias y migración masiva son fenómenos cada vez más “normales” dentro del esquema de desarrollo impuesto a los países de econmía subsidiaria. En México, luego de la larga tragicomedia neoliberal, existen, cuando menos 22 Regiones de Emergencia Ambiental (REAs),calificados como infiernos en la Tierra mientras, según el Artículo 4° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, “Toda persona tiene derecho a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar. El Estado garantizará el respeto a este derecho. El daño y deterioro ambiental generará responsabilidad para quien lo provoque en términos de lo dispuesto por la ley”. Así, el Estado debede asegurar el derecho universal a tomar agua y respirar aires limpios, a no padecer enfermedades originadas en la contaminación y reprimirá a quienes lo impidan.
Para los gobiernos de la derecha política, adictos a la negociación con el capital a espaldas de la ley y a brincar cualquier traba jurídica mediante la suculenta repartición de dádivas, ha sido letra muerta; por eso no resulta extraño el grave deterioro medioambiental, directamente proporcional a las fortunas amasadas por funcionarios públicos arropados bajo banderas conservadoras e inversamente al bienestar social; lo sorprendente es la continuidad de políticas públicas heredadas de aquellos regímenes políticos por parte de quieneslos sucedieron portando la bandera democrática y progresista.
Puebla figura en el mapa de los infiernos ambientales. El desastre alcanza límites incuantificables y agudiza la crisis porque, mientras al lector(a) se inculpa por los volúmenes de plástico en el océano y siente pena por los osos polares, se declara extinto el glaciar de Ayoloco, en el Iztaccíhuatl; en Puebla el Atoyac tiene el nada honroso título de segundo río más contaminado del país; hay 8 mil 109 empresas corrompiendo su vertiente, muchas con descargas clandestinas; 13 de 25 plantas de tratamiento de aguas residuales instaladas en el Municipio de Puebla son inoperantes, aunque la empresa Aguas de Puebla cobra por el saneamiento. A la Presa Manuel Ávila Camacho el Atoyac le aporta, diariamente, 69 toneladas de contaminantes, el Zahuapan 8, San Francisco 21.5 y el Alseseca28, provenientes de la industria textil, química, de la construcción, electromecánica automotriz y petroquímica, además es receptora de colectores industriales y municipales; sus fluidos envenenados, cargados de plomo y otros metales pesados, además de sustancias cancerígenas, sirven para regar hortalizas, cultivos de maíz, frijol, chile, sorgo y alfalfa del Distrito de Riego 030, el cual comprende más de 33,000 hectáreas de17 municipios, principalmente Tecamachalco, Tlacotepec de Benito Juárez, Tehuacán y Tepanco de López. En la cuenca de Libres–Oriental, la cual contiene 22 municipios, se ha agudizado la crisis contaminante hasta el punto de la inviabilidad para la biodiversidad; ahí existe un escenario toxico mayúsculo gracias a la actividad de Granjas Carroll; Driscoll, procesadora de alimentos, exportadoras de fresas y bayas; megagranjas avícolas; parques de celdas fotovoltáicas de Iberdrola; Cervecería Cuauhtémoc y AUDI; prosperan empresas consumidoras de volúmenes de agua colosales, acapara el suelo cultivable para monocultivos agroindustriales; continúanla deforestación, contaminación industrial intensiva, consumismo extremo, urbanización de terrenos agrícolas y de alto valor ambiental sucesivos al cambio de uso del suelo; se utilizan grandes volúmenes de agua en la técnica del fracking; la minería arroja miles de toneladas de desechos emponzoñados; vierten residuos sólidos, emiten gases tóxicos y de efecto invernadero; evaporan efluentes; es común el uso de barrancas y cauces cómo basureros; florecen la producción agrícola y ganadera intensiva y el comercio ilegal de vida silvestre, etc., procesos escoltados por una sarta de irregularidades en la relación entre Estado y capital, perjudiciales para la coexistencia entre la naturaleza y la sociedad y fatales para el futuro de los poblanos y el planeta.
La crisis ambiental es prioritaria, aunque ni media palabra merece de quienes aspiran a representarnos; predomina la visión de la política como la administración de lo existente dentro de lo posible para contener el cambio. No se fincará la democracia sobre la estéril tumba de las especies, en tierra podrida, ni crecerá irrigándola con el fango de ríos muertos. Detener la depredación implica la transformación política de las relaciones del Estado con el capital y la construcción de la democracia ambiental: del derecho de todos y todas a la vida y el futuro limpio. _
Juan Pablo Jardón González