Miguel Riquelme era alcalde de Torreón (2014), llevaba poco más de siete meses en el cargo cuando me invitó a visitarlo en su despacho del nuevo edificio de la presidencia municipal.
No conocía yo su oficina. Hablamos de periodismo, de periodistas, de política, de Radio Torreón. Recién había salido del Instituto Municipal de Cultura su directora Renata Chapa.
Y fue sobre el tema cultura que, recuerdo casi literalmente, expresó que a él, a Riquelme, le resultaba “más fácil entenderme con los partidos de oposición” (al PRI) “que con la gente del medio cultural”. Sonrió. Le creí.
Y sí, coincidimos.
Para él, prácticamente nadie que se dedicara a la cultura en Torreón, artista o promotor, aceptaba razones ni opiniones ni nada de parte de otro creador, intelectual o burócrata.
“Son muy difíciles para ponerse de acuerdo”, sostuvo aquella vez el hoy gobernador de Coahuila.
Y volvimos a coincidir.
Uno de los problemas en el ámbito de la cultura municipal, estatal y en el país entero es que quienes navegan en el arte, desde la creación en sus múltiples expresiones artísticas y entre quienes se creen críticos (as) del cotarro cultural y comentócratas en medios de comunicación, no empujan propuestas ni proyectos firmes porque sus bases parten desde la comodidad de solo pedir y recibir.
La cultura, sin preceptos ideológicos y filosóficos, no deja de ser una idea simbólica, subjetiva, una percepción individual que, en sociedad, necesariamente exige consensos.
Sin embargo, sus protagonistas, cualesquiera que sea su especialidad, no se caracterizan por su humildad, y aquellas personas encargadas de articular, vertebrar y darle forma y rumbo a ese océano de talentos, se ven rebasadas, no logran tampoco el reconocimiento y apoyo que demanda el sector.
La pinza se cierra vacía, en el aire.
Cada instancia, cada grupo, cada entidad cultural, si bien tiene una supuesta vocación original que les da motivos de ser y es meritorio, en un marco global del trabajo que realizan no acaba de ser el eje por el cual la población en general confíe para asirse del quehacer cultural como su fundamento de vida social.
Hay niveles y también estratos, e irremediablemente asoman los visos de desigualdad.
El domingo pasado pude asistir a la inauguración del 45 Congreso Nacional de Danza Folklórica en el Teatro Martínez.
El TIM, la única joya arquitectónica y emblema de Torreón, nunca lo había visto tan lleno de colorido, de niños, jóvenes y adultos que en su mayoría vestían trajes típicos y calzado respetando la esencia de la región de donde llegaron provenientes de 31 de los 32 estados de la república mexicana.
La ceremonia de apertura rebasó, y por mucho, a otras ceremonias de eventos culturales.
Desde el mero acto protocolario oficial hasta los posicionamientos discursivos en el uso de la palabra, la Asociación de Coreógrafos Folkloristas de México A. C. mostró oficio, experiencia, reconoció la obra y trayectoria de mexicanos ilustres en la materia que han entregado su vida a la causa.
El programa completo fue un deleite, un agasajo a la vista y oídos y un verdadero homenaje al México profundo, a su música, letras y lenguas originarias.
Lástima que funcionarios mencionados por sus nombres esa tarde noche, ni se asomaron, como tampoco la prensa que sí cubrió la reinauguración del llamado Teatro del Instituto de Música de Coahuila, a donde sí acudieron Riquelme y el jet set de la cultura.
Por último y es pregunta: ¿sabrán las autoridades de Coahuila y de todas las instituciones estatales y municipales que el grupo Xochiquetzalli, del maestro Juan Carlos Aviña, es el mejor grupo de danza folklórica que podría representarnos en otras latitudes y no verse relegado como siempre?
Recordé las palabras de Riquelme: qué difícil es ponerse de acuerdo con la gente de la cultura. Sí, con los de abajo.