Cultura

Una tarde en el aeropuerto

  • La vida inútil
  • Una tarde en el aeropuerto
  • Juan Miguel Portillo

Antes, viajar en avión era una experiencia agradable, pero ahora se ha convertido en una secuencia de incomodidades por las que se tiene que pagar en el precio del boleto, más IVA, TUA y cargo por combustible.

Lo primero que llama la atención es que las aerolíneas soliciten que uno se presente con 2 y hasta 3 horas de anticipación. Si a ese tiempo le sumamos el traslado al aeropuerto, más la duración del vuelo, más el tiempo que toma bajar del avión, en las cuentas finales resulta que se llega más rápido si se viaja en automóvil.

Quienes viajan en avión no me tacharán de exagerado si digo que el filtro de seguridad es una especie de vejación, como si en el costo del pasaje no expiáramos algunas culpas pasadas y futuras. Pero ni hablar, es por nuestra propia seguridad.

No acostumbro traer conmigo metralletas ni granadas cuando vuelo, pero aún a sabiendas de eso, cada vez que tengo que cruzar el filtro de seguridad en los aeropuertos, mi corazón late más aprisa, comienzo a sudar en frío, se me erizan algunos vellos por aquí y por allá y el hígado me crece un par de centímetros.

En primer lugar, el detector de metales a través del cual uno tiene que pasar bajo la premisa de que todos somos terroristas mientras no demostremos lo contrario, siempre tiene reservada alguna sorpresa.

Cuando ya deposité en la bandeja mi celular, el reloj, las monedas y el cinturón, con el riesgo de que los pantalones empiecen a perder altura (hablando en términos aeronáuticos), al caminar bajo el arco detector de metales el bip de alarma no se hace esperar. Pongo mi cara de idiota, el empleado me pide que me retire los lentes de lectura que llevo en el cuello y que vuelva a pasar bajo el arco, paso y el bip vuelve a sonar, el señor me solicita dar unos pasos adelante para revisarme, le hago alguna broma inapropiada como decirle que además de una pistola escondida no llevo ningún otro metal; al empleado, antipático de por sí, no le parece jocosa mi guasa. Mi cara de idiota reaparece, me pide levantar los brazos, me ausculta con su detector manual de metales, me hace abrir las piernas, me pide darme la vuelta, al pasarlo por la espalda el detector suena, lo pasa una vez más, y otra, y me pregunta qué llevo en la espalda, le contesto que llevo unas barras de acero en la columna a causa de un accidente de automóvil años atrás. Ahora la cara de idiota es la de él, pasa su detector una y otra vez, parece que el asunto le causa la gracia que mi broma no le produjo, y habiendo confirmado que en efecto llevo esas barras de acero, y que mientras se encuentren bien sujetas a mi columna no representan peligro para el resto de los pasajeros, me despide con un “que le vaya bien”. Ni qué decir, todo es por nuestra seguridad.

Un instante después, otro empleado, un joven pequeño con mirada de inquisidor que revisa todo el tiempo el monitor de rayos X y con dedo flamígero apunta a todo lo que le resulta sospechoso, ése que parece estar buscándoles bubis a las gallinas, me pregunta si la valija roja es mía. Y si bien no suelo viajar con gallinas, y mucho menos con bubis -las gallinas, no yo-, veo venir otro momento incómodo.

- ¿Me permite revisar su maleta?

- Con mucho gusto -respondo a riesgo de sufrir un ataque de hipocresía, porque lo que menos siento en ese momento es gusto.

El empleado se coloca unos guantes quirúrgicos, de esos que usan los forenses en la televisión cuando van a revisar el cuerpo del delito, abre mi maleta y comienzo a sudar de nuevo. Al inspeccionar mi equipaje de mano el caballero encuentra el arma mortal que la pantalla había delatado: un cortaúñas con dos descomunales navajitas de tres milímetros que, presionando una contra la otra, podría usar para aterrorizar al piloto y arrebatarle el control del avión.

¿Cuál es el problema? -pregunto.

- No están permitidos los cortaúñas en el avión.

- Pero es que ése me lo regaló mi mamá y le tengo un aprecio especial.

- Pues que le regale otro porque éste no puede pasar.

El hombrecillo sigue inspeccionando y ahora extrae un frasco letal de la maleta, lo levanta a la altura de sus ojos buscando la información clave y dice:

- Esta loción de 150 mililitros no puede pasar. Sólo se permiten líquidos con un máximo de 100.

- Pero vea bien el envase, está casi vacío.

- No importa, lo que importa es lo que dice el frasco, si ahí dice que contiene 150, entonces se lo tengo que retener.

- Le juro que no tengo la más remota idea de cómo se hace una bomba con una loción.

- Es por su propia seguridad. Si gusta puede dejar sus cosas en custodia en la oficina que está en la terminal 2, tercer piso.

- Quédese con mi cortaúñas y con mi loción-, se las regalo.

Sin decir palabra el joven depositó el decomiso en una caja llena de lociones, desodorantes, cremas, así como todo tipo de instrumentos para manicure: un arsenal que desearía cualquier extremista o criminal del mundo.

Concluido el episodio, camino tan aprisa como puedo hacia la sala 56, la última de la zona de abordaje. Para percatarme al llegar de que el vuelo salió hace 5 minutos.

En ese momento comprendo la verdadera razón por la que piden que los pasajeros lleguemos 3 horas antes.

Todo sea por nuestra seguridad, pero sobre todo, por nuestra incomodidad.

@jmportillo

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