En la actualidad creamos grupos de Whatsapp a la menor provocación. Los hay para cada ocasión. Una de las modalidades más usadas es el del salón de clases del colegio de tu hijo, en donde puedes enterarte de las reuniones escolares, de las próximas tareas por entregar y de que tu hijo tundió a soplamocos a un compañero cuya indignada mamá está en el mismo chat.
Tenemos también los grupos de trabajo, en los cuales los colaboradores se ponen de acuerdo en las acciones a tomar. Lo malo es que, una vez creado ese grupo, se forma otro donde se incluyen solamente a los participantes que se llevan mejor entre sí, este chat ya no es para tratar temas de interés laboral sino para cosas más útiles como para hablar pestes del resto de los compañeros o hacer bromas y memes a propósito del jefe; luego se crea un subgrupo más selecto con el propósito de organizar una francachela entre aquellos a los que les gusta practicar el empinamiento de codo. Y así.
Whatsapp debería prohibir que te agreguen a un grupo sin consentimiento. Cuando menos te lo piensas te añaden a uno y tú no sabes ni de qué se va a tratar. Es una especie de abducción alienígena repentina. Volteas la cara y ya estás en otra dimensión. Es como estar en tu casa viendo una peli y, sin aviso previo, apareces al siguiente instante en una junta de trabajo con personas que tienen la misma cara de desconcierto que tú. A algunos ni siquiera los conoces. Y tú en pelotas.
Estoy en tantos grupos de Whatsapp que ya empiezo a sentir que poseo el don de la ubicuidad. Al mismo tiempo recibo y respondo mensajes del chat de trabajo y también del club deportivo al que asisto. Participo en el grupo de mis compañeros de primaria y a la vez en el de secundaria o en el de prepa, universidad y post grado. A este último me añadieron por error porque yo no he cursado ningún post grado.
Estar en tantos ámbitos a la vez nos hace cometer errores garrafales. Hace poco alguien puso en el grupo del colegio de mi hijo la imagen de una señorita con sus voluptuosas carnes a la intemperie, aderezado con un comentario, digamos, procaz. O por lo menos así les pareció a las madres de familia que participan en el grupo y que de inmediato pidieron la salida del desafortunado papá que se equivocó de grupo.
Nunca falta el guasón que nos atiborre a los demás de ocurrencias, imágenes, chistes y frases que va colectando de otras cybercomunidades a las que pertenece. Más aún, como este integrante pasa lista en tres o cuatro de los grupos en los que coincidimos, acabo recibiendo por cuadruplicado su repertorio de gracejadas.
Tampoco falta quien, en santa congruencia con su fe, nos envíe cadenas de buenas intenciones, imágenes de mártires o angelitos sin cuerpo con cabezas aladas que, más que paz, a mí me dan un poco de horror. Por cierto, el Padre Nuestro me lo sé de memoria y no necesito que me lo recuerden.
¿Es necesario que todos los días, en todos los grupos, todos contra todos, tengamos que darnos los buenos días y las buenas noches? Creo que no. Demos por sentado de una vez por todas que la totalidad de los participantes nos deseamos el mejor de los días cada nuevo amanecer y también queremos que cada uno de nosotros pasemos una noche fenomenal.
Los mensajes grupales son como enfermedades venéreas. No hace uno más que descuidar el artefacto y en un abrir y cerrar de ojos ya lo tengamos infestado.
Hay grupos que son útiles y necesarios pero hay muchos de los que se puede prescindir. Muchos grupos de Whatsapp son reservorios del pasado. Por ejemplo, yo pertenezco al chat de un proyecto de trabajo que hicimos hace cinco años un colectivo de personas que teníamos una cierta conexión profesional. Ha pasado el tiempo y el creador del chat no ha tenido el valor de borrarlo. Es que hay que tener agallas para hacerlo. Eliminar un grupo no es fácil, es como dejar caer la bomba de Hiroshima y dejar a todos en la orfandad. Pues bien, el grupo sigue ahí, con sus débiles signos vitales, resistiéndose a morir gracias a los saludos que de vez en vez se intercambian dos o tres despistados. Algunos de sus integrantes ya cambiaron sus números celulares, varias de las parejas integrantes ya se divorciaron, de otros no recuerdo ni su cara y otro de ellos ya no vive en la ciudad… ni en el país ni el mundo, es decir, ya se murió, pero no quería decirlo así de sopetón.
Tampoco es fácil salirse de un grupo de Whatsapp. Siempre es embarazoso. Es parecido a abandonar un lugar lleno de gente dando un portazo. No importa que quieras ser discreto haciéndolo a las 4 de la madrugada, cuando se supone que todos están dormidos; lo primero que verán por la mañana es que abandonaste el grupo y provocarás la extrañeza y el chismorreo acerca de las causas de tu salida.
Pero no hay que ser tan dramáticos, tenemos que aprender a vivir con las nuevas tecnologías y depende de cada quien saber administrar su atención y su tiempo a estas herramientas. La buena noticia para quienes se quejan de que los grupos de Whatsapp interrumpen constantemente su productividad y su tranquilidad es que los grupos… ¡se pueden silenciar! La mala noticias es que por un máximo de un año. Deberían existir más opciones como silenciar por 10 años, un siglo o hasta el fin de los tiempos.
@jmportillo