Don Rufino, nonagenario de carácter apacible y consecuente, salió de su aposento, caminó a paso lento pero emocionado hacia la habitación contigua y con voz temblorosa preguntó:
-Mariquita, ¿está usted ahí?
Doña Mariquita, quien ya se encontraba terminando el ritual nocturno de rezar diez padrenuestros y seis avemarías a la orilla de su cama, enfundada en su camisón de algodón y raso abotonado hasta el cuello, escuchó la voz queda de su esposo tras la puerta, se mantuvo unos segundos expectante, como aguardando un segundo intento o, mejor aún, pidiéndole a Dios que no lo hubiera para poder zambullirse tranquilamente bajo las cobijas. Pero don Rufino volvió a la carga con su voz susurrante.
- Doña Mariquita, ¿ya se durmió?
La mujer, que no se caracterizaba por tener un carácter dulce ni modos afables, elevó la mirada y resopló.
- Vaya pregunta zopenca. ¿Si estuviera dormida cree que le respondería?, hoy no estoy de humor, ¿qué demonios quiere?, ¡ay perdóname, señor - dijo volteando su cara hacia el cielo- por andar metiendo a tu acérrimo enemigo Satanás en este momento sublime de oración, pero ya ves como es este Rufino de inoportuno que viene a jorobar cuando menos debe.
- Disculpe que la interrumpa de sus faenas nocturnas, pero quería hablar solo un momento con usted.
Doña Mariquita no confiaba en las intenciones de don Rufino, el hombre con quien ya no compartía habitación desde tres décadas atrás, por lo que se mantuvo cautelosa y detrás de la puerta.
- ¿No cree usted que la hora es inapropiada para que una dama y un caballero se pongan a platicar a solas, y, peor todavía, en ropa de dormir?- preguntó.
- Pero Mariquita, somos marido y mujer desde hace más de 60 años…
- Rufino, no sé qué traiga usted entre manos, espero que no sea una impudicia, pero usted sabe que mi convicción religiosa, a la cual he ofrendado mi vida e inclusive nuestro casto matrimonio, me impide rebajarme a profanar mi cuerpo con lascivos actos mundanos. Usted y yo no ejercemos intimidad alguna - exclamó tajante-.
- Precisamente de eso quería hablarle, si usted me lo permitiera…
- ¿Que le permitiera qué, intimidad? ¡Libidinoso! Puedo darle cinco minutos para que termine de importunarme con su asunto, pero ni un segundo más que ya tengo sueño.
- Mariquita, yo la he respetado siempre como mujer y nunca me he querido sobrepasar. Bueno, en honor a la verdad sí, solo nuestra noche de bodas, pero después del soplamocos que usted me atizó cuando le propuse unos picoretes, aprendí que usted es de conducta inquebrantable y nunca más volví a solicitarle ni un arrumaco, ni mucho menos un pellizco en salva sea la parte. No obstante creo que a nuestras edades, que no son precisamente las de unos escuincles de secundaria, valdría la pena reconsiderar…
- ¿Me está diciendo vieja?- espetó entreabriendo la puerta y asomando la cabeza.
-De ninguna manera, Mariquita, usted es una dama que desborda juventud y lozanía.
-Tampoco exagere, Rufino, que tengo canas en las canas y arrugas en las arrugas, pero no es para que usted me lo ande recordando. A ver, dígame, ¿qué busca de mí con esas insinuaciones?
- Trataré de ir al grano, Mariquita.
- Usted que me toca el grano y yo que le doy un manotazo justo en donde deberían estar los dientes.
- Si me dejara explicarle.
- De los cinco minutos que le di ya se le fueron dos en puras vaguedades, Rufino. Asunte y termine.
- Amada esposa, en primer lugar usted sabe que la primavera llegó con todas sus incitaciones para que los seres de la creación cumplan con el mandato divino de preservar sus especies. Yo estoy viejo, lo sé, pero como dice el dicho: viejos los cerros y reverdecen.
- Pues por lo visto lo único que a usted le reverdeció fue el rabo, Rufino. Prosiga.
- Por otra parte, los señores de la farmacia que nos envían nuestras medicinas cada semana esta vez cometieron un error. No me enviaron las pastillas para dormir, sino otro medicamento…
- ¡Ah! Entonces lo que usted quiere es que lo entretenga mientras concilia el sueño. ¿Qué quiere, un estriptis a mi edad, degenerado?
- De ninguna manera, dama mía, yo solo quisiera apelar a su comprensión. Por no ponerme los anteojos, tomé la medicina equivocada y ahora…
- ¡Y dale con la medicina! No tengo la culpa de su ceguera ni mucho menos que el insomnio lo ponga concupiscente y lujurioso, así que con su permiso me dispongo a dormir que mañana voy a misa de seis- sentenció con voz fuerte dando un portazo sonoro.
Don Rufino regresó a paso lento a su aposento, tomó la caja de Viagra que la farmacia le envió equivocadamente, vio que aún le quedaba una de las dos pastillas y, sonriente y optimista, la guardó a la espera de que tal vez al día siguiente encuentre a doña Mariquita de mejor humor.
@jmportillo