En México los ídolos nunca se mueren. Por ahí anda ya la especie de que Chabelo, harto de que lo usaran como escala para medir la longevidad de los otros ídolos, fingió su muerte para dejar de ejercer ese penoso oficio. Pero antes que Chabelo decidiera fingir su muerte; Juan Gabriel hizo lo propio para que los del SAT lo dejaran en paz, asegura mi vecina con una certeza que ya quisiera un candidato en campaña. Incluso asegura que su hija y su nieta lo han visto almorzando en una fonda del barrio en el que viven.
En este piso resbaloso, los árbitros toman partido en cuanto se quitan el uniforme y se ponen a chambear para uno de los equipos cuya gesta hacía unos minutos vigilaban y sancionaban. Ese árbitro atrabiliario y sus jueces de línea imparten lecciones de ética política a la menor provocación, con la misma naturalidad con que respiran; pero, como ya dijimos, ahora trabajan para uno de los contendientes, ¿y cómo le explican a su corazón?
Esta sí que es una realidad líquida, no jaladas, el país de los avionazos (y helicopterazos) y de los suicidios oportunos. En el que el gobierno convierte en chatarra cualquier maquinaria tan sólo con mirarla; o la santifica y salva a la nación cuando la toca. A mí no me late ninguno de los dos extremos.
En este contexto, es común que ciertos resultados futbolísticos bastante convenientes nos causen desconfianza. Ante este recelo natural que nos es inoculado casi al nacer es normal que miremos las noticias con el filtro del recelo. Si este el único país mundo en el que el Estado despacha un informe periódico en el que se señalan las supuestas mentiras de los medios de comunicación. Este informe en más de una ocasión se ha extralimitado, quizá las inteligencias detrás del mismo crean a pie juntillas aquello de que el fuego con fuego debe combatirse.
En esta orgía de mentiras, verdades a medias o distorsionadas, a nosotros los ciudadanos nos corresponde sólo estar alertas. No caigamos en sus sucios juegos de semántica barata. Ni nos afiliemos en las filas de la descalificación gratuita e instantánea; y mucho menos en la beatificación a ultranza del líder carismático. Ambos extremos son peligrosos. En el paraíso del maniqueísmo no podemos darnos el lujo de creer a pie juntillas a aquellos que quieren obligarnos a mirar el mundo por el mismo ojo de cerradura por el que ellos miran.
Esta incredulidad natural que poseemos los mexicanos puede ser sana en un momento dado; sin embargo, es preciso entender que la realidad es mucho más compleja y en los matices es precisamente donde se encuentra la riqueza de este mundo y, por ende, del país en que vivimos.