“Cuanto más práctico un espíritu, más abstracto es” escribió Paul Valéry y con los años siempre pensé que le vino perfecta a Leo Acosta (se la adjudicó su biógrafo Eduardo Blackaller). Y es que este artista, nacido en Alfajayucan, Hgo. (1932), era sencillo en su modo de actuar, pero en su obra conseguía sintetizar las culturas que lo alimentaron más las ideas estéticas y conceptos que le interesaban.
Nos separaban 36 años de edad, pero eso no importó cuando nos conocimos en los noventa. Siempre afirmé que Leo tenía el espíritu más joven entre todos los artistas hidalguenses; su energía era incontenible, jamás dejaba de trabajar y concebir proyectos. Siempre fui su cómplice y amigo, y lo mismo llevé su obra al extranjero que curé exposiciones (nacionales y estatales) para terminar montando en la Casa de la cultura de San Pedro de los comales (Edo. Mex); no hacía distinciones y ponía el mismo empeño.
Su taller de litografía fue uno de los más prestigiados de la segunda mitad del siglo XX mexicano; le imprimió a Roberto Montenegro, Juan O´Gorman, José Chávez Morado y Francisco Corzas, entre tantos otros. Ello le permitió sostenerse (más su trabajo en la Academia de San Carlos), pero le restó tiempo para hacer lo suyo y sobre todo pintar (que le movía mucho).
Sus impresiones de los años sesenta mostraron un aliento de vanguardia y se consideran entre lo mejor de su producción. Acompañé a Leo en la incursión en la pintura de gran formato (incluso le preparé -junto a Alfredo Castillo- el lienzo que hoy se exhibe en la Biblioteca Garibay), dialogamos sobre su interés en el arte povera, las instalaciones y los performances (Josep Beuys fue su favorito). Leo murió el pasado martes; yo celebro su vida, obra y legado.
