Miembro del Salón de Fama del Futbol Internacional desde ayer, Francesco Totti ingresó por una puerta distinta, la puerta de su casa: entregó su vida como muy pocos jugadores en la historia al mismo equipo. Nació romano, vivió como un romano y algún día se despedirá de este mundo con todos los honores de los legionarios romanos.
La carrera de Totti con la Roma explica el fenómeno de la identidad: defender el equipo de su ciudad durante tantos años y frente a tantas generaciones de ciudadanos, le convirtieron en otro monumento de la capital. Entre 1992 y 2017 Il Capitano jugó 25 temporadas, acumuló 786 partidos y marcó 307 goles con una sola camiseta.
El mérito de Totti es mayor por la calidad de futbolista que fue: en el apogeo de su carrera etiquetado como el mejor atacante del mundo, permaneció en el mismo sitio a pesar de los cañonazos que el mercado le lanzaba.
Parece que esta columna habla de Francesco Totti, pero en realidad habla de mi mejor amigo, en paz descanse, Lucio Marino. Lucio explicaba mejor que nadie la grandeza de Totti, su vecino y al mismo tiempo, el ídolo al que encontraba tomando café con un mendigo, saludando a la gente en la Piazza del Popolo y montando un vespino como cualquier ragazzo.
Era un jugador fuera de lo común, precisamente, porque en lo común obtuvo su mayor riqueza: vivía como jugador y jugaba como ciudadano; una cualidad que en estos tiempos, es muy difícil entender. De todos sus misterios, hay uno que el futbol no debe perder jamás: la capacidad de conocer a una persona a través de su equipo.
Los que conocimos a Lucio nos volvimos tifosi de la Roma de Totti por su canallesca y picardía, por su nobleza y ciudadanía. Es una tristeza no haber podido compartir en vida la Ceremonia de Investidura de ayer con nuestro querido Lucio.
En el fondo, la grandiosa carrera de Totti pertenece a romanos auténticos, entrañables y universales como él.