Zapato Oxford, traje sastre, corbata de nudo bajo, barba de tres días y gabardina sin abrochar: la facha de José Mourinho, peligroso dandi, impuso una fascinante moda en los banquillos. Había surgido un entrenador académico, elegante, seductor, políglota y autodidacta. No pertenecía a escuela alguna, no arrastraba linaje, no tenía pelos en la lengua, era joven, atractivo y campeón de Europa con el Porto sin haber jugado futbol. Portaba los distintivos del caudillo: una imagen, ningún pasado, un título de acero, reputación y estilo ganador. Seguir a Mourinho se tornó en delirio mesiánico. Sus jugadores empeñaban el alma, sus fanáticos le defendían a muerte y los rivales maldecían su vida. En portugués, inglés, italiano o español, dividió el futbol entre mourinhistas y antimourinhistas con un discurso fundamentalista: conmigo o contra mí. Así obró milagros: nombró caballero al cosaco John Terry, lateral derecho al goleador Samuel Eto’o, misionero al sanguinario Materazzi y demonio al arcángel Íker Casillas. Mourinho, incorregible vencedor, buscaba enemigos todos los días para fortalecer la dictadura. Con su obra maestra —un trhiller—, aquel Inter del triplete, humilló a Guardiola, el cabecilla de la última gran revolución. Ayer, presentado como nuevo técnico del subcampeón de Europa, su deslucida figura buscaba entre los flashes de una sala de prensa abarrotada, a la vieja sombra de un gigantesco DT. El portugués no nació para dirigir, nació para mandar. Y desde ese púlpito, a veces propagandístico y otras inquisidor, logró convertirse en uno de los hombres más influyentes del futbol mundial. Su poder creció gracias a una serie de títulos inobjetables sobre el campo de juego, pero antes que admiración, Mourinho producía una sensación muy diferente a la que de cualquier exitoso entrenador. Sin importar si se trataba de subordinados o enemigos, esa rara mezcla entre el miedo y la atracción, generaba el mismo porcentaje de angustia que de adhesión. Equipos propios o rivales le escuchaban, le temían y, aunque de formas distintas, simpatizaban con él. Porque en el fondo, desde su particular forma de entender el mundo, Mourinho siempre tiene la razón.
‘Mou’ bendiga al Tottenham
- Cartas oceánicas
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José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo
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