Uno de los grandes éxitos de João Havelange, que tuvo muchos, pero fueron ensombrecidos por sus ambiciones políticas y personales como presidente de FIFA, fue la creación de las Copas del Mundo con límite de edad: poner las palabras infantil y juvenil al lado de la palabra Mundial, resultó un caramelo para las grandes marcas que a principios de los ochentas, carecían de una estrategia de posicionamiento y penetración en las nuevas generaciones. Adidas y Coca-Cola, principales socios de FIFA, descubrieron consumidores, mercados y oportunidades caminando del brazo de Havelange que, con la mano izquierda acariciaba el balón y con la derecha el dinero.
En sus primeras ediciones, los Mundiales Juveniles desde 1979 y los Infantiles a partir de 1985, causaron gran impacto entre la prensa y el público que encontraron en ellos un extraordinario aperitivo en la sala de espera del gran Mundial.
Maradona, campeón juvenil en 1979, cautivó al mundo que había escuchado hablar de él, pero aún no lo había visto jugar; tres años después llegó al Mundial de España 82 como una de las grandes estrellas de la Copa.
Estos Mundiales también ayudaron a cumplir con cuatro objetivos centrales de la FIFA: bloquear el torneo olímpico de futbol que siempre fue una amenaza para el Mundial mayor, la ampliación del calendario futbolístico, la expansión territorial del organismo y la compra de votos. Tras la organización del primero en Japón, se abrieron sedes mundialistas para los cinco continentes; antes de 1979 eran exclusivas de países americanos y europeos.
Pero su mayor legado fue la democratización de las ilusiones, estos mundiales de bolsillo arrojaron campeones inesperados: México en dos ocasiones en la edición infantil, fue uno de ellos. Con el híper profesionalismo de la industria, los mundiales pequeños crecieron, perdiendo su inocencia y sencillez: divertir y divertirse pateando un balón.