Martina Navratilova gobernó el tenis durante una década con su poderosa mano izquierda, símbolo del revés deportivo, político y social entre los años setenta y ochenta.
Fue la primera tenista que vi jugar por televisión: era la mujer más fuerte del mundo. Ganadora de dos Roland Garros, tres Abiertos de Australia, cuatro US Open y nueve torneos de Wimbledon, se volvió invencible en una época donde el deporte femenil rompía todas las marcas de audiencia, alcanzaba contratos multimillonarios de patrocinio y agotaba las entradas en arenas, pistas y estadios.
Martina consiguió en algunos de esos años, lo que hasta entonces muchos consideraban imposible: ser la estrella más dominante del deporte mundial. Su gran rival, la legendaria Chris Evert, resultó fundamental para desarrollar uno de los grandes clásicos en la historia del tenis al nivel de Borg-McEnroe, Connors-Lendl, Sampras-Agassi, Federer-Nadal y desde luego Graf-Sabatini.
Al retirarse, el hueco que dejó Martina no tardó en llenarse porque su juego y personalidad influyeron en generaciones de niñas que siguieron su ejemplo con gran éxito, sobre todo en Europa del Este, donde la carrera de Navratilova marcó a una generación de mujeres que miraban como aquella enérgica y recia tenista nacida en la antigua Checoslovaquia unos años antes de la Primavera de Praga, florecía al sol de las costas de Florida y California, reorientando su vida del Este al Oeste.
Mucho tiempo después, mirando jugar a la bielorrusa Aryna Sabalenka, próxima número uno del mundo, puesto que alcanzará en el nuevo ranking arrebatándoselo a la polaca Iga Swiatek, que cayó con la letona Jelena Ostapenko en la cuarta ronda del US Open, me pregunto si Martina es consciente de lo que hizo por el tenis mundial.
Quienes tuvimos oportunidad de verla, sabemos que la grandeza del deporte femenil empezó mucho antes de Navratilova, pero fue otro después de ella.