Un segmento cada vez más pequeño de aficionados en el que nos encontramos los que nacimos en épocas de la prensa, la radio, la televisión analógica y los videocasetes, crecimos con la imagen de un futbolista vendado del pecho al hombro jugando una semifinal de Copa Mundial: a ese partido le llamaron “El Partido del Siglo”; los italianos vencieron a los alemanes en tiempo extra, pero la gran estampa de aquella tarde de 1970 en el estadio Azteca fue Franz Beckenbauer, lesionado, adolorido y jodido luchando por su selección.
De alguna manera Beckenbauer cautivó a los aficionados que vieron esas escenas en directo y educó a quienes años después las vimos en los resúmenes y las películas de los Mundiales; fue un jugador al que podemos llamar: pedagógico. Y en su entereza, inteligencia y elegancia, también desarrolló otra cosa: una posición.
Beckenbauer quizá no fue el primero, pero sí el mejor líbero en la historia de este juego. La dichosa palabra por sí sola es hermosa: significa la esencia de un deporte en el que atacar con arrojo y defender con fiereza es necesario para triunfar. Pero sobre todo la posición del líbero explica como pocas la belleza del futbol: se trata de pensar para pasar, de correr para acompañar, de salir para llegar y de estar para mandar.
Desde esa posición Beckenbauer transformó el metálico futbol alemán, empezando por el Bayern Münich, en una combinación perfecta: determinación y talento. Hay muchos debates, opiniones y polémicas en estos días sobre la lista de los cinco o los diez mejores jugadores de la historia. Los méritos de los “expertos” para estar en ellas demeritan muchas veces uno de los criterios más significativos de cualquier deporte: el fenómeno de la trascendencia.
Con tristeza veo que muchos analistas, en especial los más novatos, dejan fuera de estas listas a Franz Beckenbauer, un hombre que luchó por la libertad del futbol.