Pocos estadios en el mundo conservan las clásicas paredes rojas que levantaron sus fundadores. Ladrillo sobre ladrillo, las sencillas casas de los grandes clubes ingleses se fueron convirtiendo primero en fortalezas, después en castillos y con el tiempo, en modernos edificios de cristal y acero que envolvieron la corteza original del futbol bañada por la lluvia, la cerveza y el hollín de las fábricas.
Junto al teatral Old Trafford, víctima de un drama, el catedralicio Anfield era uno de ellos. Construido hace 138 años, Anfield Road que representa el largo camino que recorren los obreros del puerto de Liverpool rumbo a casa, se había vuelto un centro de peregrinación para todas las aficiones del mundo antes que un estadio.
Durante décadas, Anfield fue uno de los puntos turísticos más visitados del Reino Unido, restándole solemnidad a su historia y quintándole algo de su proverbial misterio. Poco a poco, aquel campo invencible rodeado de tribus que eran tribunas, dragones que eran guardianes y torres que parecían vigilantes, fue invadido. Sin darse cuenta, el Liverpool fue cediendo territorio poniendo en riesgo la mítica imbatibilidad de su estadio.
Ayer, durante una noche sin bruma, la historia colocó sobre la cancha de Anfield veinte Copas de Campeones de Europa: la mayor cantidad de plata que el futbol ha visto junta coincidió en tiempo y forma. Allí compareció el Real Madrid, que lució su parche de campeón sin arrugarlo. Remontando dos goles y marcando cinco, el Madrid nos recuerda que además de dominar gigantes, es capaz de derribar castillos. Derrotas como estas (2-5) en la máxima competición europea, enseñan que las modernas capas que envuelven a muchos estadios, lejos de fortalecerlos, los debilitan.
El viejo Anfield que apenas ha sufrido arreglos en sus paredes y estructura, no necesita una remodelación, al contrario, requiere una seria reconstrucción de su pasado.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo