Una sensación de intriga, sospecha, engaño, conveniencia, contradicción, confusión, politización y polarización; todo lo que debe alejarse de un líder deportivo ejemplar, se instaló alrededor de Djokovic, el mejor tenista del mundo y uno de los mejores de la historia.
Más vale, por el bien del jugador, el deporte y su legado, que exista una aclaración inmediata, oportuna y veraz, de los acontecimientos que le colocan en medio del peor escándalo deportivo de la pandemia: un hecho que no manchará sus títulos y logros dentro de la cancha, pero que sin ninguna duda le señalará fuera de ella en función del resultado que arroje la investigación de las autoridades australianas: a favor o en contra.
La especulación, lamentablemente, se incorporó a la información que por ahora fluye de un debate revuelto entre ministros, abogados, políticos, autoridades, jueces, y los familiares del tenista, cuya defensa hasta el momento es opaca y confusa.
Hay más preguntas que respuestas en el caso Djokovic-Australia; algo no encaja, suena raro, huele mal. Y lo peor que podría pasar a estas alturas, de acuerdo a las conjeturas que provoca la falta de claridad por ambas partes, ya no es la polémica postura, aunque libre, de Djokovic sobre la intimidad de su vacuna; sino que se abra la posibilidad para pensar que Djokovic, mintió.
Ojalá la impunidad y la mentira no sean ciertas, ojalá sea cierto que hay una tremenda confusión, una enorme falta de comunicación, una equivocación en el formato de petición de la exención o un error de planeación del tenista y la organización del torneo.
Todo eso, incluso la controversial decisión de Djokovic sobre la vacunación, poniendo contra la pared y exponiendo al agravio a una nación respetable y solidaria como la australiana, se le perdonaría: es Djokovic, un atleta inmortal; pero una mentira, jamás, eso le condenaría para siempre, contra eso, no hay inmunidad.
José Ramón Fernández Gutiérrez De Quevedo