La historia del Club América acumula una gran riqueza: es rica en títulos, rica en leyendas, rica en anécdotas, rica en dinero y rica por el sabor que siempre ha puesto dentro y fuera de la cancha. En 107 años de vida sin importar lo que sentimos por este gigantesco equipo de futbol, todos guardamos algún América en nuestra memoria.
Seguidores o detractores sin distinción, recordamos alguna versión de este equipo que hizo sufrir o gozar a millones de aficionados. Aunque la mística, el estilo y el poder de este Club se originan tiempo atrás, muchos de nosotros conocimos al América en la década de los ochenta. Durante esos años el nombre de Reinoso como entrenador, junto al de Tena, Zelada, Luna, Ortega, Bravo, Bacas, Brailovsky, Outes y los jóvenes Hermosillo y Zague, entre otros, convirtieron al América en un equipo de época: probablemente uno de los más dominantes que se recuerden, se decía que este América ganaba por demolición.
Mirarlo desde la tribuna del antiamericanismo era odioso y angustioso porque en efecto, arrollaba con todo. Pero no fue ese América, para mi gusto, el mejor que haya visto. A mediados de los noventa existió un América que, de alguna manera, era muy difícil odiar: le llamaron el América de Beenhakker, uno de los equipos más deslumbrantes en la historia del futbol mexicano.
Aquel América hizo todo bien, contrató a uno de los entrenadores más adelantados del mundo, tenía un puñado de los mejores jugadores mexicanos y fichó un par de jugadores que volaban en la cancha. Veloz, goleador, ofensivo, divertido y comprometido con el estilo más puro del juego americanista, el América de Beenhakker, Kalusha, Biyik, Cuauhtémoc Blanco, Zague, Luis García, Joaquín del Olmo, Raúl Gutiérrez y Juan Hernández, entre otros, fue tan buen equipo que, a pesar de no ganar ningún título, sigue siendo un ejemplo para el mejor americanismo posible: un espectáculo a favor y en contra.