Hace muchos años, cuando al futbol profesional en Inglaterra le llamaban Football League y no Premier League, nacían y crecían en aquella isla una especie de jugadores moldeados en barro, tallados en madera y añejados en barricas.
Eran futbolistas británicos de la cabeza a los pies, en ese orden, y no de los pies a la cabeza porque allí el futbol empezaba por arriba: pelotazo largo, centro a la olla, cabezazo y gol. Orgullo del ferrocarrilero, hijos pródigos del puerto, héroes del carbón o leyendas del pub, a los jugadores ingleses les admiraban por el número de huesos rotos, el estado de sus dentaduras y los litros de cerveza en las venas.
En la vieja Liga inglesa se jugaba al “football” original: en cuerpo y alma. Siempre, como en toda especie, hubo mutaciones, futbolistas de otros materiales que bajaban la pelota al suelo para demostrar que además de volar, también podía rodar.
Durante décadas, la evolución del juego en Inglaterra estuvo determinada por el clima, el carácter y una serie de tradiciones apegadas al espíritu, el honor y la bravura del futbol interpretado como la defensa de un castillo.
Fundada en 1992, la Premier League cambió la forma de consumir este deporte, transformó la manera de venderlo y modificó el mensaje para comunicarlo: aficionados, clubes y medios ingleses emprendieron un acelerado viaje en el tiempo que los trasladó de la Edad Media al futuro del juego: inversiones millonarias, tecnología, estructuras deportivas, especialistas, estadios muy solemnes pero seguros, dinámicos y funcionales, campos de ensueño y entrenadores progresistas.
Pero de todos los factores que constituyeron la vanguardista Premier League hubo un elemento que no evolucionó a la misma velocidad: el jugador. Pues bien, a 32 años de inaugurada la Premier ha empezado a perfilar su jugador nativo: se llama Phil Foden y representa el estilo consumado del nuevo futbolista inglés.