Sobre la liberación de los deportistas en su tiempo libre se dicen muchas cosas con absoluta libertad, lecciones de moral y profesionalismo al margen, Romario y Cruyff, un especialista de la fiesta y otro de la disciplina, dejaron esta joya para celebrar.
Previo a las navidades de 1993 la gran estrella del futbol mundial jugaba para el Barça de Cruyff: un equipo en el que por encima de cualquier elemento estaba el balón. Pero Romario, que con el balón tenía mayor intimidad que los demás, sentía que esa relación le daba un derecho mayor. Al acercarse el atractivo verano sudamericano, a contra estación del aburrido invierno europeo, el brasileño solo pensaba en escaparse unos días a las cálidas playas de Río. Durante una práctica se acercó al entrenador y con la misma desfachatez con la que jugaba, le pidió unos días de fiesta para viajar a Brasil en plena competición. Cruyff, que no hacía distinciones, se negó. Pero Romario insistió y el técnico le planteó un trato: “Si mañana marcas dos goles te concedo los días de fiesta…”. Romario aceptó.
Al día siguiente, el Barça enfrentó al Osasuna en el viejo Sadar. El campo de Pamplona tenía fama de derribar gigantes, nada que asustara al astuto Romario que llegó al estadio con un objetivo claro: ganarse esos días de fiesta. Al minuto 33’ Romario marcó el primero y al minuto 39’ el segundo. Entonces el brasileño se acercó a la banda para recordarle a Cruyff su promesa y pedirle que lo sacara del juego porque su avión salía en una hora. El entrenador cumplió el trato y el crack viajó a Brasil.
El problema vino después, pasaron los días de fiesta pactados y el Barça no daba con su jugador. Cuando finalmente apareció, Romario explicó que el entrenador le había concedido unos días de vacaciones, pero no le había dicho cuándo tenía que regresar.
Romario fue líder de goleo esa campaña con 30 anotaciones y el Barça campeón de Liga.