Crecimos sabiendo que el futbol costaba dinero. Mi padre, que viajaba los sábados a Guadalajara o Monterrey, y los domingos iba y venía de Puebla, del Azulgrana o de Ciudad Universitaria, llegaba los viernes a casa con cheques de Banca CREMI escritos a máquina dentro de un folder azul firmados por el contralor del Instituto Mexicano de Televisión y sellados por RTC.
Las cantidades variaban, eran pagos de $3,500 pesos para el Guadalajara, de $2,600 para Rayados, $1,800 para Puebla, Atlante o Leones Negros y a los Pumas, creo recordar, les pagaban mediante un convenio entre Imevisión y la UNAM.
Esas eran las tarifas que a principios de los años ochenta cobraban algunos equipos por los derechos de un partido: entonces se pagaba por jornada trasmitida y grabada. Así que mi papá llevaba cada fin de semana los cheques, narraba los juegos con Orvañanos, Fabris y Albert, y volvía con los cajones de video-tape para cortar las cintas con goles y jugadas que salían el domingo a las seis y media de la tarde por el Canal 13 en Deportv. Un día los cheques cambiaron, preocupado me dijo que las nuevas cantidades ya no podrían cubrirse. Los aumentos por partido eran considerables: había cheques de $14,000 pesos $20,000 y hasta $30,000.
El Canal 13 del Estado solo pudo pagarle al Puebla de Maurer que decidió quedarse, al Guadalajara que no quería ir donde estaba el América y a los Pumas, que desde el principio fueron leales a la causa hasta que el mercado rompió ese espíritu.
La Final América-Tigres representa el último paso de una escalada de fuertes capitales y grandes corporaciones metidas de lleno en el desarrollo del futbol, una tendencia que crece en casi todo el mundo mediante fondos de inversión y grandes empresarios que deciden colocar su dinero en este juego.
En México, la carrera hacia la cima dio un giro hacia el norte: ser un equipo de época, cuesta más dinero que tiempo.