Tocando el piano con las llantas, donde la orilla de la pista se vuelve banda sonora de suspenso, el piloto compone su sinfonía; más que eso: es el himno de un hombre uniformado, con escudo, casco y montado en mil caballos a la defensa del castillo.
Sergio Pérez tiene una misión: pelear por el título. Fueron los tres minutos más emotivos de la temporada, tal vez, una de las secuencias que explicarán el automovilismo de la F1 como un deporte de equipo. Pocas veces en la historia habíamos visto un coche correr sobre la pista con vocación de centinela. Aquella máquina bramaba, sudaba, forcejeaba, apretaba, mordía, se la jugaba y echaba chispas al ritmo de un piloto que la estaba convirtiendo en un ser vivo: el Red Bull iba entregando su vida al compañero; antes de terminar la carrera, murió.
Exhaustos, automóvil y piloto entraron a pits. Una procesión de mecánicos los recibió, apagaron su motor, envolvieron su carrocería y sacaron al hombre del sillín: Pérez había dado el alma por Red Bull. Hubo algo más que pericia, técnica y sabiduría al volante durante esos momentos decisivos en los que Checo contuvo a Hamilton y mantuvo sus siete títulos mundiales a raya: el mexicano condujo el auto como persona, se manejó con rectitud, maniobró con valentía y dirigió el campeonato hacia un destino heroico.
Si los coches tuvieran nacionalidad, ese Red Bull sería mexicano. La estadística escribirá el título de Verstappen en una larga lista de campeones mundiales. Su título, no cabe duda, fue ganado a pulso en cada uno de los Grandes Premios de una temporada magnífica. Pero ahí quedará esa lucha solidaria, aguerrida y ejemplar, que Sergio Pérez encabezó con una deportividad arrebatadora.
Hamilton, jamás olvidará el safety car, la última vuelta y el arrojado rebase del holandés; pero en el fondo, siempre escuchará esa balada del piloto que tocaba el piano: “Checo is a legend”.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo