El domingo 7 de noviembre de 1993, con una fuerza natural, juvenil e incontenible, un jugador de 17 años que se encontraba encerrado en lo que parecía el cuerpo de un gigante, escapó.
Aquella tarde en la ciudad de Belo Horizonte, el Bahía visitaba el viejo Mineirāo, donde el Cruzeiro embarnecía un atacante llegado el año anterior de un equipo pequeñito en la periferia de Río. El partido de la fecha 12 en la primera fase del Campeonato Brasileiro no cobró mucho interés, Cruzeiro y Bahía en el mismo grupo tenían poco que pelear. La atención estaba en el muchacho del dorsal número “9”.
A su alrededor se escuchaba ese tipo de murmullo que causa expectación por las cosas raras: era como el sonido de la curiosidad, el que provocaban los antiguos circos al llegar a las ciudades: “vengan a ver al fenómeno, conozcan al niño de casi dos metros que devora rivales y aplasta porteros”.
El público que se acercó al estadio para comprobarlo, no se equivocó: al 13’, 31’, 37’, 79’ y 85’; el joven Ronaldo, un monstruo con cara de niño, destruyó al Bahía, detuvo la prensa mundial, y con cinco goles en la misma tarde, se colocó tercero en la lucha por el título.
Un hombre que le seguía de cerca salió del estadio aterrorizado, buscó las monedas que tenía en la bolsa y llamó a su casa desde una cabina de teléfono: “si no fichamos a este chico, acabará con todos nosotros…”.
Semanas después, Ronaldo se convierte en seleccionado brasileño y el PSV paga 6 millones de euros al Cruzeiro por su carta. Al cumplirse 28 años de aquella tarde en el Mineirāo, el viejo Ronaldo nos demuestra que el futbol es un recurso renovable: por 67 millones de euros, hace unos días compró al Cruzeiro; el Club que le lanzó al universo siendo un crío, ahora le pertenece.
Hay algo en la sorprendente historia de Ronaldo y Cruzeiro que nunca debemos perder de vista: los más importante del futbol, siempre serán los futbolistas.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo