Abdul-Jabbar tenía un problema, su elasticidad, tamaño y energía se salían de la pantalla, era un jugador del siglo XXI que jugaba en la década de los ochentas donde las transmisiones en formato 4:3, eran pequeñas para Kareem: el basquetbolista que no cabía en la tele recogía la pelota, encorvaba la figura sobre la duela, enrollaba el brazo en la espalda y al incorporarse, un monumento al baloncesto se desplegaba alcanzando una altura sobrenatural que le permitía colgarse del cielo con un gancho, el famoso Sky Hook de Kareem, la jugada que empezaba en la tele de la sala y terminaba en la tele de la habitación.
Llamado Lew Alcindor antes de su conversión al Islam, encontró en su nuevo nombre una marca de vida que rodeo su juego de una fuerza y misticismo extraordinarios, de la misma forma que Cassius Clay nombrado Muhammad Ali; Abdul-Jabbar era un movimiento deportivo, social y religiosos en sí mismo.
Esa combinación entre el escandaloso y seductor Showtime de los Lakers y la paz casi hermética y solitaria de su pivote, era imposible. Pero equipo y jugador encontraron la manera de coincidir en el nuevo mundo de la NBA, viniendo de planetas opuestos.
La relación Kareem-Lakers causó furor en una época en la que el deporte cambió de piel: se trataba de jugar sin ataduras, presentarse ante el público con transparencia y representar con lujo de detalle la vida real. Aquel equipo de Johnson que pertenecía a Jabbar, no cambió la NBA, sino el deporte, convirtiendo el juego en un espectáculo y las arenas en un escenario.
De aquellos Lakers descienden muchos equipos y jugadores en la historia, fueron el eslabón que todo movimiento requiere para evolucionar. La gran marca de Kareem ha caído en manos de LeBron: ahora el máximo anotador de todos los tiempos; lo que será insuperable, es el espacio en el que Kareem colocó al basquetbol: su gancho lo lanzó cuarenta años al futuro.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo