Marruecos cruzó la línea que separa los mundiales en dos partes: antes de escribir la historia y después de leerla.
A partir de aquí, los ocho finalistas de Qatar serán recordados por algo que los distingue, y a los que quedaron por detrás de esa línea, no les recordaremos por nada. Los cuartos de final no son una fase del campeonato, sino un lugar: se trata de una salón con una mesa redonda en la que siempre hay campeones: Brasil, Francia, Inglaterra y Argentina; selecciones de prosapia: Países Bajos y Portugal; equipos con generaciones brillantes: Croacia; y un caballo negro: los marroquíes de Bono, Hakimi y Amrabat.
De todos los cuartofinalistas, es el único que juega con la ventaja del olvidado, el menospreciado y el desfavorecido; una manifestación muy futbolera que ofrece justicia poética: de un día para otro, Marruecos se convirtió en el equipo de medio mundo.
Jugando como una tribu en el campo y como una nación en la grada, ganaron mucho más que un pase a la siguiente ronda, han ganado el apoyo y simpatía de millones de personas que, a través de la televisión, se identifican con este tipo de equipos: resistentes, solidarios, sufridos, luchadores y con un puñado de extraordinarios jugadores.
Con esas banderas, que no son pocas, el Mundial ya tiene una buena historia, no se trata del rival vencer, sino del amigo a seguir. Inimaginable al arrancar el torneo, el futbol árabe podría tener un representante en las semifinales si los marroquíes vencen a los portugueses, después de lo que hemos visto, nadie puede asegurar que ese resultado sea algo inesperado.
El Mundial ha hecho una pausa, durante las próximas horas reflexionará sobre su gigantismo, su favoritismo y su centralismo: quizá el milagro marroquí sea lo que necesitan la FIFA y el futbol para purificarse.
Pensemos un instante, aunque sea una imagen lejana, fugaz y borrosa, lo que sucedería si Marruecos es campeón.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo