Para muchos niños 1984 fue un año feliz, los atletas mexicanos triunfaban en el béisbol, el fútbol y los Juegos Olímpicos, dejando a una generación entera con la sensación de un deporte sano, fuerte, ganador y organizado. Aquellos tiempos fueron particularmente felices porque todavía podíamos salir a jugar a la calle: éramos Valenzuela, Hugo, Canto y González en la misma tarde; y en la misma cuadra, fuimos campeones, medallistas y goleadores.
Al año siguiente el temblor cimbró a esa misma generación causando una dolorosa fractura en su memoria. Imposible olvidar los jardines del parque del Seguro Social donde habíamos pasado tantas tardes junto a Tigres y Diablos, convertidos en morgue, con cientos de cuerpos esperando ser reconocidos por familiares: el deporte había quedado en el último plano y sin embargo, nos ofrecía alegría y esperanza entre la desolación; un año después el Mundial llegaría a la Ciudad de México ayudándonos a superar el miedo.
El deporte nos hizo volver poco a poco a la normalidad, su constante programación, su firme misión y su noble corazón, permitieron que millones de niños nos fuéramos a dormir sin temor y despertáramos con ilusión; siempre ha sido un gran compañero, un fiel amigo y un sabio consejero. Nunca me he preguntado cuál fue el motivo pero por alguna razón, 1984 fue el último año que salí a jugar a las calles. Nuestra vida cambió un poco más cada año pero el deporte permaneció ahí.
Cada año viejo, al cruzar su media noche, deseo que el nuevo se parezca en algo a 1984. El deporte y la niñez mexicana llevan años intentando recuperar todas esas sensaciones perdidas pero cada año, nos parecen más lejanas. No hay nada que garantice a las nuevas generaciones de atletas y aficionados que este panorama cambiará en los próximos años. Quizá algún día nos dé por pensar a todos los mexicanos, que el deporte y la niñez nunca deben ir separados.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo
