El deprimente paso del United por la Premier tiene un gran damnificado: Cristiano Ronaldo no merece un momento así. Criado en Old Trafford, la historia del United le ha fallado.
Aquel traspaso millonario que el Madrid pagó al United por un muchacho de aretillo, escultural, rebelde y vanidoso, levantó todo tipo de dudas en los fondos más clásicos del Bernabéu. Se decía que era un jugador de salón, un cuerpo cocido en el gimnasio y un peligro para las animadas noches madrileñas.
Ni el más progresista de los aficionados imaginaba que este futbolista satinado, calzando el cuero de un atleta, atraparía el mito de Di Stéfano: jugador, ídolo, divino, calvo, entrenador y presidente de honor. Los datos elevan su figura a niveles institucionales suficiente para nombrar un estadio, tener una calle o develar una estatua, porque los números le acompañan, decíamos, pero no le acompaña la gracia que además de los números y los títulos, sí asistió a Messi.
Así que Cristiano, sin la gracia de Dios, ni de la los medios, tuvo que derribar con un mazo barreras históricas, su trayectoria como su juego, es demoledora. Las cuestiones del cariño en el deporte son espontáneas o aparecen con el retiro.
Acusado de egoísta, la mayor de sus virtudes, al eterno Cristiano le esperan emotivos epitafios antes que sensibles reportajes de actualidad. Su lápida, seguramente, será de oro, aunque deberá llevar escrita una frase sencilla para enterrarlo: aquí descansa, por fin, un goleador incansable.
Su voz pesa y aunque suene arrogante, detrás de cada palabra suya hay un número que la respalda. Hace mucho que la estadística ofrece a Cristiano Ronaldo un lugar en la historia, matemáticamente, es un futbolista vivo que camina a través de los tiempos.
No es fácil encontrar leyendas en plenitud ni pagar un boleto para verlas, pero aquí está Cristiano, jugando, marcando y existiendo cada domingo, cada partido.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo