Al fondo del pasillo, en los sótanos del viejo canal, una línea imaginaria dividía las áreas de noticias y deportes: en medio de esa frontera por la que solo cruzan periodistas, había una isla rodeada de mamparas habitada por un gigante.
A lo lejos, bajando por una escalerilla, podía verse su cabeza descollando entre el humo del último cigarrillo. Al acercarse el olor era intenso, tinta, tabaco y café; y el ruido, la emocionante banda sonora del periodismo, tac, tac, tac, ring, tac, tac, tac: así se escuchaba una Olivetti modelo Lettera color gris plomo cada vez que David Faitelson tecleaba la orden de cámaras, redactaba una nota o capturaba las ideas que volaban por su mente convirtiéndolas en imágenes que viajaban por una antigua antena de televisión que echó raíces al pie del Ajusco. Aquel joven robusto de la máquina de escribir, el bloc amarillo a rayas, un lápiz en la oreja, el saco sobre los hombros, el cenicero desbordado, un café en vaso de cartón, un boleto de avión en la solapa y el pasaporte en la mano, fue el último periodista del siglo XX y el primero del XXI.
En su camino de la Olivetti al Twitter y de la repetidora al streaming, la trayectoria de este artesano de la comunicación ha sido una continua y tenaz evolución: ningún periodista dominó con tanto éxito y soltura todas las herramientas, plataformas y aplicaciones de la industria en nuestra era. Su fórmula no es sencilla, porque solo puede interpretarla una extraordinaria persona: Faitelson ha sido el mismo en la rotativa, la radio, la televisión, el cable, el satélite, la fibra óptica, la banda ancha, las redes sociales, Imevisión, Televisión Azteca, ESPN y seguirá siendo el mismo en Televisa; a esto se le llama integridad.
David también es un amigo que tiene el poder de la generosidad: aparece cuando más lo necesitas. En los momentos más difíciles, mi familia fue abrazada por un gigante, jamás lo olvidaremos.
