El día que la selección nacional española buscó entrenador, hubo consenso: Luis Enrique era el candidato de todos. Un técnico joven, necio, preparado y ganador consiguió algo que pocos son capaces de lograr: poner de acuerdo al medio, prensa y afición, que apoyaron su nombramiento por mayoría.
El camino de Luis Enrique empezó con victorias atronadoras, venció a Inglaterra en Wembley y goleó a Croacia, subcampeón del mundo, 6-0. Después, una tregua por la muerte de una hija le alejó un tiempo. Al volver, su aprobación había caído. Luis Enrique se limpió el polvo, retomó el rumbo, y una histórica victoria sobre Alemania de 6-0, volvió a colocarlo como el elegido. Otra vez, el medio, la prensa y la afición elevaban su nombre a las alturas. Pero el gusto duró poco.
Sus polémicas convocatorias, su larga lista de jugadores y un juego espeso, lo pusieron nuevamente en el centro del debate: la mayoría no le entendía, no le quería al frente de su selección y la opinión pública se entretenía apostando por su sustituto.
El técnico llegó a la Eurocopa en su nivel más bajo de popularidad: su crédito estaba agotado. Debutó con un triste empate a cero con Suecia, las críticas fueron crudas, hubo quien se planteó su cese inmediato. Al siguiente partido España recayó en el empate soso, ahora con Portugal, que lo dejó al borde de la eliminación. Luis Enrique insistió en lo suyo y sobre la hora, goleó 5-0 a Eslovaquia, avanzó, aunque se minimizó su victoria. Pero continuó goleando 5-3 a Croacia, 4-2 a Suiza y se metió a la Final de la Euro ante Italia. Cayó, pero su equipo había dejado una gran sensación: el técnico volvía a ser el mejor para la mayoría.
Meses después, volvió a perder en eliminatoria mundialista con Suecia y la gente exigió su renuncia, semanas después, venció a Italia en Milán y otra vez, era un genio.
Pasa en España y pasa en todos sitios: el futbol es cosa de locos.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo