Cuando la televisión por cable empezaba y las principales Ligas eran un contenido restringido, los aficionados mexicanos teníamos pocas opciones para seguir el futbol de otros países: la suscripción a los semanarios el Gráfico de Argentina, el As Color y el Don Balón de España; o una radio de onda corta donde escuchar partidos y resúmenes internacionales a través de Radio Nacional de España o el Sistema Español de Radiodifusión, hoy Cadena SER.
Esas fueron las primeras señales que cambiaron el interés de una generación que creció con una Liga mexicana de 38 jornadas y la ilusión de un Mundial cada cuatro años: el único futbol que podíamos ver.
Poco a poco, se emitieron programas dominicales con señal europea en algunas estaciones de radio en la Ciudad de México que nos informaban de los resultados de España, Italia e Inglaterra; y la televisión abierta, que ya transmitía NFL, MLB y NBA, entró al mercado de los derechos del futbol internacional con una programación que incluía los partidos del Real Madrid de Hugo Sánchez, el Calcio en una época estelar, la Eurocopa de Naciones, la Copa de Campeones de Europa y eventualmente, los clásicos River-Boca, la Copa Intercontinental desde Tokio pegadita a Navidad, la Copa América y la Final de Copa Libertadores.
De pronto, tuvimos acceso al futbol mundial al menos una vez por semana, pero éramos espectadores, nos faltaba algo: estar ahí, competir. Durante décadas, nuestra única aspiración fue jugar una irregular Copa Interamericana que enfrentaba cada año al Campeón de Concacaf con el Campeón de Libertadores y en la que solo participaron: América, Pumas, Cruz Azul, Toluca, Atlético Español y Puebla.
Un día, llegó la oportunidad para que la Selección Nacional jugara la Copa América y los clubes mexicanos Copa Libertadores y Sudamericana: aquel, fue el cambio más profundo en la historia del futbol mexicano, éramos parte de algo más.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo