Al leer la noticia de la muerte de Andreas Brehme la primera imagen que aparece en la memoria del futbol es el festejo del único gol en la Final del Mundial de Italia 90, marcado de penalti por el propio Brehme, y que recorrió durante algunos años más los escenarios de la televisión deportiva junto a la figura de Edgardo Codesal y la Selección Argentina de Maradona y Bilardo como víctimas de aquella marcación.
Pero hablábamos de Brehme y su carrera hacia cualquier lugar del Olímpico de Roma donde se formó una montaña alemana sobre el campo empezando con él.
No es la imagen que yo guardo de Brehme, un defensor durísimo, un medio fortísimo y un atacante velocísimo, sino aquel retrato junto a Mathäus y Klinsmann, éste con el balón en las manos, el día que el Inter del legendario Giovanni Trapattoni cubrió sus tres plazas de extranjeros en el Calcio con tres futbolistas alemanes; en 1988 llegaron Mathäus y Brehme del Bayern y en 1989, un año antes del Campeonato del Mundo, llegó Klinsmann del Stuttgart para completar un cuadro con algunos de los mejores italianos de la época: Walter Zenga, Giuseppe Bergomi, Giuseppe Baresi (hermano de Franco), Nicola Berti y Aldo Serena. Un equipazo que solo pudo ganar un Scudetto y una Copa UEFA en tiempos donde los holandeses del Milán y el Napoli de Maradona dominaron el futbol italiano.
A pesar de no ser reconocido como un equipo de época, el Inter de los alemanes tenía una personalidad y elegancia incomparables, Brehme, Mathäus y Klinsmann sucedieron a otro par de alemanes históricos con el Inter de los años ochenta: Müller y Rummenigge.
Brehme vivía hace mucho en las memorias del juego junto a la vieja camiseta del Inter que uniformaba Uhlsport y patrocinaba la compañía de galletas italianas Misura. De alguna forma, siempre vuelven aquellos años maravillosos del inolvidable Calcio italiano que marcó a una generación de aficionados.