Tengo una deuda con la Euro, como a muchos niños que programamos nuestros veranos en función de la emoción que nos provocaba ver un Mundial por televisión, el torneo europeo de selecciones nacionales hacía menos larga la espera.
Mis recuerdos de ella son muchos y muy buenos: vacaciones de mañanas soleadas, tardes calurosas y noches lluviosas con resúmenes de cada partido, llenaban de futbol el salón de mi casa al que entraban jugadores que había escuchado nombrar, pero nunca visto jugar: soviéticos, yugoslavos, rumanos, daneses, holandeses, británicos o alemanes, me ayudaron a entender la geografía y composición de un continente adolorido y viejo, que estaba a punto de cambiar.
Ambos equipos, extraordinarios, representaban una concepción distinta de Europa
Cuerpo.....
Rebobinando, la Eurocopa de Alemania en 1988 tuvo una profunda sensación de cambio dentro y fuera de la cancha. Un año antes de la caída del Muro de Berlín, la Unión Soviética de Rinat Dasayev, Sergei Aleinikov, Vasily Rats, Aleksandr Zavarov, Igor Belanov y Oleg Protasov, dirigida por Valeri Lobanovsky; se enfrentó en el Olímpico de Múnich a la Holanda de Rinus Michels, donde jugaban Hans van Breukelen, Ronald Koeman, Gerald Vanenburg, Rijkaard, Gullit y Van Basten.
En aquella final, el futbol nos enseñó con claridad los dos grandes bloques europeos. A un lado de la cancha, las clásicas y severas siglas, CCCP, bordadas en la camisa de fuerza soviética, y al otro, un uniforme diseñado en naranja mecánico que llamó la atención del mundo entero.
Ambos equipos, extraordinarios, representaban una concepción distinta de Europa y del juego: mientras los soviéticos defendían un muro, los holandeses lo decoraban con motivos vanguardistas.
Un cabezazo de Gullit, que remató el balón como una pintura, y un poema dedicado a la palabra gol, escrito por Van Basten, fueron señales de evolución en ese momento. Algo estaba por cambiar y Alemania 88 lo dejó muy claro. Por eso, hoy y siempre, bienvenida la Euro.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo