Cada vez que cruzábamos la Avenida División del Norte a la altura de Río Churubusco, bajábamos las manivelas a toda velocidad para asomar la cabeza por las ventanillas del coche y poder ver mejor la portentosa Alberca Olímpica que, a través de sus cristaleras, enseñaba su plataforma de clavados, una parte de su tribuna, los mástiles y el alumbrado interior.
Aquella sensación era única porque teníamos la certeza de estar pasando frente a un pedazo de la entonces escasa historia deportiva mexicana en la que solo existían boxeadores, algunos futbolistas y un solitario nadador que había dado sentido y contenido al icónico edificio que albergaba una buena cantidad de agua con reflejos azules en medio de la ciudad.
Para nosotros, vecinos y primos criados en la calle de Adolfo Prieto casi esquina con Xola, y educados en la calle de Amores entre San Lorenzo y Miguel Laurent en el Instituto México, ese punto nos parecía una de las grandes fronteras de la Colonia del Valle: hasta allí, no teníamos permiso de ir caminando.
Así que pasar frente a nuestra querida Alberca Olímpica Francisco Márquez a un lado del aguerrido Gimnasio Juan de la Barrera era una experiencia histórica, familiar, cultural y deportiva porque invariablemente el adulto que iba al volante, recitaba y repasaba la lección de los Niños Héroes, volvía a contar cómo Felipe Muñoz ganó la medalla de oro sin que nadie lo esperara, por qué le decían el Tibio, y quién encabezaba la División del Norte.
Lo que nunca logramos entender fue por qué en esa zona la Ciudad de México había permitido que desapareciera un río, y cómo era posible que un conjunto de instalaciones tan bonitas y emblemáticas como las Olímpicas, no hayan podido darnos más medallas en diferentes deportes.
Años después la Alberca sigue ahí, monumental, pero la natación se quedó abandonada en 1968 con la imagen y el alma del Tibio Muñoz hundidas en ella.
